Aprender a vivir con miedo




Hace dos años a mi hijo mayor le diagnosticaron epilepsia. Recorrimos doctores y escuchamos opiniones, tuvimos miedo y vivimos preocupados, hasta que los remedios comenzaron a hacer su labor y dejó de tener crisis. Recuperamos la sensación de paz. Pasamos un tiempo tranquilo y vivimos una cierta vuelta a la normalidad, pero algo quiso que el miedo volviera.

Hace un mes, el Covid 19 se llevó a mi suegro. Fueron semanas de incertidumbre, de saltar cuando sonaba el teléfono. Preocupación y rabia por no poder ir a verlo y querer ayudar a mi suegra, hasta que la respiración se hizo difícil y lo hospitalizaron. Ese mismo día, murió. El funeral fue triste y solitario, solo tres autos y el carro fúnebre, nada de abrazos ni contención en momentos donde más se hacen necesarios. Volvimos a casa con una sensación extraña; los números en el recuento de fallecidos ya no eran lo mismo para nosotros. Tenían un nombre, una historia, recuerdos y vivencias.

La pena, sumada al encierro y el estrés que ha provocado esta pandemia, fueron mucho para mi hijo, quien finalmente colapsó. Cuando sentí el ruido de un plato quebrándose, corrí a su pieza, pero no pude abrir la puerta. Se había caído al suelo, trabándola. Cuando logré ingresar, lo encontré tirado en el piso, convulsionando. Cuando finalmente se recuperó, lo acostamos y durmió toda la tarde. Fuimos a su neuróloga, quien le recetó remedios para la ansiedad.

El protocolo para entrar al centro médico me hizo sentir en una película, sin ver rostros, cumpliendo con la distancia. Soy de esas personas “afortunadas” que no han necesitado salir de su casa en esta cuarentena (salvo para el funeral de mi suegro); trabajo desde la casa y puedo comprar online para abastecernos. Pero ahora la situación había cambiado.

Mi hijo está en su último año escolar, un año que debiera ser inolvidable, con ritos y ceremonias que se esperan toda una vida. Pero ahí está, con clases online, sin poder salir con sus amigos, sin saber si volverán al colegio, sin ninguna certeza de nada. Menos de su futuro.

Recuerdo mi Cuarto Medio con alegría, creyéndome invencible. Los “más grandes del colegio” podíamos hacer lo que queríamos, los más chicos nos miraban con admiración, y me da pena que él no pueda vivir todo eso. Que no pueda disfrutarlo. Me atemoriza pensar que esto pueda afectarlo a futuro, porque no es normal vivir encerrados, para nadie.

Después del episodio de las convulsiones pasaron dos semanas, a sobresalto. Con cada ruido se me aceleraba el corazón, buscaba pretextos para ir a ver cómo estaba sin que se sintiera invadido, porque no quiero traspasarle mis temores. Él sabe que esta es una condición, por lo que es algo que le puede volver a suceder. Y está tranquilo con eso, pero lo que no sabe es que a una como mamá esas imágenes se le quedan grabadas en la cabeza y las revives una y otra vez. En general no soy una persona aprensiva, pero esta situación es un temor constante que no se va. Uno siempre está alerta.

Y ese estado de alerta fue, precisamente, el que me hizo sentir el golpe. Un ruido fuerte y preciso que me hizo correr al baño y encontrarme con mi hijo tirado en la tina, el agua de la ducha llegándole a su cara y convulsionando otra vez. Igual que las ocasiones anteriores, la crisis dio paso a que tuviera dolor de cabeza y durmiera toda la tarde. Volvimos a ir a la doctora, ya que era una situación inusual en él. Exámenes de sangre, electroencefalograma, resonancia magnética para descubrir qué le estaba gatillando estos ataques. Vuelta a salir, a pedir permisos, a “exponerse”, porque esta anormalidad que estamos viviendo es el peor escenario para cualquier otro tipo de enfermedades o condiciones.

Esta semana ha sido angustiante. ¿Y si se golpea la cabeza? ¿Y si le da una crisis subiendo la escalera? ¿Y si se ahoga con algo que esté comiendo? Ahora sólo queda esperar los resultados y volver a ir a la doctora para saber qué pasos seguir.

Tengo la esperanza de que pronto se estabilizará, de que en un tiempo todo esto será, igual que la pandemia, solo un mal recuerdo. Pero también tengo la certeza de que me va a costar mucho volver a vivir sin miedo.

Bárbara tiene 47 años y es periodista.

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