Cinco historias de renuncia: Dejar ir no significa fracasar




“Los ganadores no renuncian”. Esa frase –y sus múltiples derivados– se ha transformado en una de las premisas más inamovibles de la época. En una cultura exitista, el valor del ser humano está determinado en gran parte por su capacidad de producción y renunciar a algo, sea lo que sea, tiene una connotación negativa. Se lo suele asociar al abandono, a dejar algo a medio andar o a darse por vencidas.

Pero lejos de ser un fracaso, a veces la renuncia –o el dejar ir una situación, un vínculo, un hábito y una vivencia–, es lo único que nos permite conocernos en la incertidumbre y finalmente dar paso a que se abran nuevas posibilidades. Para bien o para mal, la renuncia es parte de la vida.

Renuncié a mi trabajo estable para aventurarme con un proyecto personal

“A lo largo de mi vida he renunciado a varios trabajos, pero siempre con la certeza de que empezaría otro al poco rato. Hace dos años volví de España y empecé a trabajar de inmediato. Tenía claro que no quería volver a un formato de oficina, y por ende acepté un trabajo en periodismo de moda y contenido digital que me permitía cierta flexibilidad, pero al final igual tenía que cumplir con horarios y me entraba un monto fijo a fin de mes. A pesar de que me gustó estar ahí, algo me hacía ruido; no era lo que estaba queriendo hacer.

Un tiempo antes me había especializado en la terapia Akáshica, una terapia espiritual de autoconocimiento, y viviendo en España también estudié asesoría de imagen. Ambas cosas las había estado desarrollando en paralelo mientras estaba en mi trabajo estable, y fue recién a mediados del año pasado que me di cuenta de que era hora de aceptar que me quería dedicar a esos proyectos, algo que quería hace tres años, pero que no había logrado hacer. Y es que la estabilidad es muy seductora. Pero en realidad es relativa y mentirosa, porque al final del día, uno se puede enfermar, te pueden despedir, puede llegar una pandemia y el trabajo puede dejar de existir. No hay certezas absolutas, pero aun así nos aferramos con todo a una estabilidad ilusoria, porque sabemos que a fin de mes nos llega una plata.

Pude finalmente salir de ahí porque empecé un proceso de terapia en el que siempre llegaba al mismo punto: no podía soltar esa supuesta seguridad. Pero ese trabajo personal y el hecho de reconocer que realmente quería hacer otra cosa me incentivaron a dar un salto al vacío. Cuando tomé la decisión, que fue a finales del año pasado, mi familia me preguntó si estaba segura de lo que estaba haciendo. Les dije que sí lo estaba, aunque no supiera del todo cómo lo iba a hacer. Y finalmente renuncié a mi trabajo en diciembre.

Creo que es muy importante saber renunciar y retirarse de ciclos que ya se cumplieron o situaciones que no nos hacen sentido. Hay que reivindicar el concepto de la renuncia porque nada tiene que ver con rendirse o tirar la toalla. Es más bien todo lo contrario; detenerse, hacer una pausa necesaria y enfocarse en otro lado. Solo así liberamos espacios para que ocurran otras cosas, porque al tenerlos todos ocupados no permitimos que aparezcan otras oportunidades, sean estas nuevas amistades, trabajos o estilos de vida. Y entenderlo así cambia la perspectiva, porque te das cuenta que no es solamente dejar ir, es dejar ir para abrirse a otra cosa. Y eso se puede dar a cualquier edad. Francisca Colussa (36).

Dejé ir a mi grupo de amigas del colegio

Estuve en el mismo colegio durante toda mi infancia y adolescencia. Por ende, mis amigas de la vida siempre fueron las compañeras. Nunca nos elegimos, pero nos conocimos a los cuatro y pasamos por todas las situaciones habidas y por haber juntas. En ese sentido, más que amigas, nos volvimos una gran red de apoyo. Éramos como familia.

Pasaron los años y cada una siguió su camino. Al principio nada de eso iba a poner en riesgo nuestra relación, y logramos mantener una cierta cotidianidad. Ya no comentábamos todo lo que nos pasaba, pero lográbamos vernos al menos dos veces a la semana, en alguna casa, en algún bar o en las situaciones importantes. Nunca faltamos a lo que no había que faltar. Y así fuimos cómplices de nuestros éxitos, fracasos, llantos y risas. Pero cuando empezamos nuestra vida laboral, algo cambió. No sé si fui yo la que cambió de intereses o ellas, pero ya no estábamos logrando congeniar, y existían cada vez más diferencias y menos espacios comunes. Por mi lado, sentí que se habían quedado pegadas en la época colegial; seguían hablando de los mismos temas y ninguna había incurrido en una búsqueda mayor. Y yo estaba pasando por una época en la que me estaba cuestionando absolutamente todo.

Eso es lo que sentí en un principio. Ahora sé que las juzgué tempranamente y que no es que ellas no estuvieran pasando por su propio proceso de transformación, sino que simplemente la afinidad y el compañerismo que había existido durante tanto tiempo, ya no tenía por dónde sostenerse. Habíamos alargado la amistad durante mucho tiempo de manera obligatoria porque sentíamos que eso era lo que teníamos que hacer.

Hasta que el año pasado, después de darle muchas vueltas, simplemente lo acepté. No es que me estuviera cuestionando de más, pero a su vez, juntarme con ellas para mí implicaba un esfuerzo mayor y una complicación. No lo estaba pasando bien, entonces ¿por qué me estaba obligando? Me atreví finalmente a salirme del grupo de WhatsApp y, justo antes de hacerlo, les dije que las iba a querer siempre, pero que sentía que al menos en esta etapa de la vida, ya no era mucho lo que nos podíamos acompañar. Y que eso no era necesariamente algo negativo.

Puede sonar cruel o incluso innecesario. Pero la verdad es que no tiene nada de malo asumir que hay personas que fueron importantes en la vida y que en un momento determinado ya no lo son. Yo tampoco lo era yo para ellas, y tuvimos la oportunidad de verbalizarlo.

Y es que existe la idea de que uno no abandona a la familia o no deja atrás a los amigos de la vida. Aunque ya no exista nada en común y la presencia de ellos nos irrite. Mi mamá, de hecho, sigue viendo a sus amigas del colegio y cuando una vez le pregunté por qué lo hacía, no me supo responder. Creo que eso fue determinante en mi decisión. Porque claro, uno podría decir: “¿para qué urgirse tanto?”. Pero a su vez, yo me pregunto: ¿para qué seguir viendo a gente que ya no es un aporte para nosotras y a la que nosotras tampoco le podemos aportar?

La gente cambia y está bien asumirlo y distanciarse con respeto. Es más sano, creo yo, aceptar ese final. Y lo pude hacer únicamente porque el año pasado tuvimos el tiempo para darnos cuenta que quizás algunos espacios de nuestras vidas estaban copados cuando en realidad no deberían estarlo”. Laura Beltrán (30).

Dejé ir la fantasía de ser la mejor en lo que hago

Crecí en un ambiente muy competitivo, entre tres hermanos mayores que siempre sobresalieron en todo lo que hicieron. El que era abogado había sido el mejor de su curso; el que era músico tocaba el piano desde los ocho y luego aprendió a tocar guitarra y chelo; y el médico estudió en UCLA, de las mejores universidades que hay para la medicina. En ese contexto, se esperaba que yo, la más chica, siguiera los mismos pasos. Y desde que tengo uso de la razón, eso es lo que he intentado hacer.

Si hubiese tenido una alternativa, probablemente no hubiese escogido estudiar tantas horas durante la infancia. Tampoco habría cedido a las presiones en la época universitaria. Y ya de adulta, no habría aceptado trabajos que iban a terminar por tomarse todos mis ratos libres. Pero lo hacía porque de base la motivación era que, al igual que ellos, yo también tenía que ser la mejor en lo que hacía. Y me lo dije tanto que en un minuto ya no sabía discernir: ¿era algo que quería yo o lo hacía para cumplir con las expectativas de los demás? Me inclino por la segunda opción, pero era tal mi nivel de dedicación que empecé a pensar que quizás se había vuelto lo que yo quería. Y era buena en lo que hacía, las cosas me salían bien, entonces se me hacía fácil pensar que ser la mejor era efectivamente mi máxima convicción.

Hasta que en septiembre del año pasado colapsé. No hubo ninguna advertencia o señal de alerta. No me estaba sintiendo mal física o mentalmente, o al menos eso creía. Pero de un día para el otro mi cuerpo se detuvo. Recurrió a una especie de apagón irreversible y no pude salir de la cama. Me dolía el cuerpo entero, desde el pelo hasta las uñas de los pies, y no había forma de encontrar la motivación. Lo curioso es que, con lo trabajólica que he sido, encontrar la motivación se había vuelto mi talento oculto. El día podía estar oscuro, podía estar triste e incluso pasando por un mal rato, pero siempre había una excusa para seguir trabajando o produciendo un poco más. Y si no la había, la inventaba. Porque existía un fin último: ser la mejor en lo que hacía.

Estuve cinco días en la cama esa vez. Convencida de que fuera lo que fuera que le estaba ocurriendo a mi cuerpo, iba a pasar. Hasta que mi mamá, a quien no veía hace mucho tiempo, me llamó y me preguntó: “¿y si no pasa? ¿o si pasa ahora pero te vuelve a ocurrir más adelante?”. A su manera, media torpe –no somos cercanas y seguramente le costó acercarse aquella vez– me estaba diciendo que quizás más que “sobrellevar” este episodio, tenía que cambiar algo de mi vida para que no volviera a ocurrir. Y que rara es la vida, porque aun viniendo de ella, que es una persona totalmente distinta a mí y a la que no suelo recurrir para consejos, me hizo mucho sentido.

Siempre he pensado que la nuestra es una generación bisagra que en cierto sentido la tuvo más fácil que otras, pero a su vez crecimos inmersos en una cultura del éxito en la que todos podemos ver lo que está haciendo el de al lado. Todos nuestros logros, así como también nuestros fracasos, están expuestos y bajo el escrutinio público. Ya no hay privacidad. Y quizás por lo mismo tantos estamos tan obsesionados con la idea de que tenemos que ser siempre mejores. Mejores profesionales, más saludables, más exitosos, más conocidos. Como si la vida se tratara de eso. Y así, el presente, o los momentos vividos en el instante, perdieron sentido. Pero algo de eso me empezó a hacer ruido; estar tan cerrada y llevada a una idea no me parecía sano. Y además, ¿cuándo se detenía esa obsesión? Porque el problema de querer ser mejor es que siempre se va encontrar algo por mejorar. Y esa no es forma de vivir.

Entonces en octubre del año pasado renuncié. No solo a mi trabajo, sino que a todo lo que creía saber de mí. A esa obsesión por ser mejor. A todo lo que me aferré durante tanto tiempo. A todo lo que me definía. Y por sobre todo renuncié a la idea de que no podía, por ningún motivo, renunciar”. Francisca Pavon (31).

Renuncié a Santiago

“He vivido toda la vida en la misma comuna en la que también crecieron y vivieron mi mamá y sus hermanos. Y hasta hace poco, realmente pensaba que mis hijos y yo nunca saldríamos de ahí. Uno se va acostumbrando y se va quedando, aun sabiendo que existen otras alternativas. Quizás por miedo, por costumbre o porque vamos dejando pasar ciertas situaciones que nos parecen que están predeterminadas.

Vivir en Santiago Centro para mí significaba saber exactamente dónde ir a cada momento. Hace ya unos años que me quería ir, pero seguía manteniendo la rutina y dándole poco espacio a la espontaneidad. De irnos, ¿dónde nos iríamos? ¿A qué colegio irían los niños? ¿Dónde los dejaría si es que tenía que trabajar hasta tarde? Me parecía que en términos prácticos, era poco factible.

Siendo madre soltera, la red de apoyo que fui creando, compuesta por mi madre, abuela y vecinas, ha sido lo más preciado que he tenido este último tiempo. Y dejarla atrás me daba mucho miedo. Pero ya predominaba el cansancio y el hastío, porque pasar la cuarentena en pocos metros cuadrados con dos niños chicos y sin áreas verdes cercanas se me estaba haciendo insostenible. Finalmente, con miedo y cautela, pero también con un impulso cada vez más fuerte, tomé la decisión de irnos de Santiago, a un pequeño terreno en el sur en el que una prima lejana ha construido unas parcelas. Y hasta ahora, ha sido la mejor decisión.

Lo que rescato de esta movida es darme cuenta de que se puede, si es que no hay un impedimento mayor, renunciar a algo que se cree determinante de la propia vida –sea esto una noción o un lugar– e ir articulando de a poco otra realidad. A veces nos fijamos con ideas, creemos que las cosas solo son de una manera, pero esa sensación surge desde el miedo. Y el miedo siempre va encontrar la manera de hacernos creer que no es necesario dar un salto.

Para mí, entre muchas otras cosas, el 2020 fue el año en el que me di cuenta que dejar ir algo que conocía bien y que me acomodaba mucho, fue mucho mejor. Renunciar no es de perdedores, renunciar es optar por la flexibilidad y la sorpresa”. Melisa Araya (40).

Dejé de ser la que siempre dice que sí

“He sido una persona complaciente desde que tengo memoria. No podría identificar bien la raíz de eso, ni por qué fui desarrollando ese tipo de personalidad, pero la verdad es que aunque supiera que no era lo más sano para mí, fui convenciéndome de que así era y no había nada mucho que podía hacer. Era mi modus operandi y por supuesto que me traía beneficios. Ser la que siempre dice que sí significa, en cierta medida, caerle bien a todos. Y eso, aunque peligroso, implica posicionarse en un lugar ventajoso.

Pero para los que saben de lo que hablo, entenderán cuando digo que también trae muchos problemas; no saber decir que no o no poner límites cuando son necesarios, implica sobrecargarse de trabajo, vínculos, actividades, situaciones y experiencias que no necesariamente queremos vivir. Ser así, y lo digo con mucha humildad, implica sentirse constantemente atrapados. Pero aun así, lo dejamos pasar porque estamos convencidos de que somos así, como si se tratara de algo absoluto que se sale de nuestro control. Y si bien es cierto que hay cosas que se escapan de nuestro control, y que bueno que así sea, nuestra personalidad no es estática y tenemos el derecho a cambiar todas las veces que queramos.

Estas reflexiones surgen ahora, después de casi un año de trabajo personal y muchas revelaciones, porque por el resto podría decir que si bien sabía en un nivel superficial lo que me estaba ocurriendo, no estaba maquinando conscientemente para ocupar ese lugar en la vida de las personas, simplemente se me daba. O simplemente era lo que a mi parecer, me definía. ¿Había que trabajar una hora extra? Yo lo hacía. ¿Ver a alguien que no me caía del todo bien? Iba. ¿Hacer algo que no quería? Cedía. Porque de base, predominaba una sensación de inseguridad y culpa.

Tenía que estar comprometida con todo y con todos, porque solo así me iban a aceptar. Poner límites, en mi cabeza, era sinónimo de empezar a caer mal. O de poner en riesgo ciertas situaciones que daba por hecho. Y ¿qué descubrí? Que es tal cual como pensaba.

Efectivamente, cuando uno empieza a poner límites, le empieza a caer mal a alguna gente. Porque de repente la persona que siempre estaba para todo y siempre aceptaba todo, ya no cumple esa función. Y obviamente es cómodo tener a alguien que siempre dice que sí. Cuando decidí empezar a poner límites, en algún momento del año pasado, perdí a muchas de esas personas. También perdí trabajos. Pero no me perdí a mí, que en definitiva es lo que siento que estaba pasando al no poner límites.

Ya no soy la que está disponible para todo, y eso a veces cae mal, pero es por mi propio bienestar. Es difícil soltar viejos hábitos, especialmente cuando creemos que nos definen por esencia. Pero empiezo este año diciéndome más sí a mí y menos a los demás”. Daniela Gallardo (28).

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