Jesús de Nazareth, mi dios de la pantalla chica

Jesus de Nazareth

Cuando era chica, todos los años para Semana Santa se sintonizaba en casa, aunque estuviera de fondo, la película Jesús de Nazareth (1977). Para mí era un momento importante, ya que me permitía ponerle cara, voz y personalidad al Cristo que mi abuela amaba tanto.




Aunque mis padres no son católicos –y yo tampoco–, estuve en colegios que sí lo eran, y mi abuela materna es hasta el día de hoy la persona más creyente que conozco. Es su verdadera pasión: todo lo que habla y lo que piensa está cruzado por las enseñanzas de la Biblia.

Pasé mucho tiempos de mi infancia en la casa de mis abuelos, veraneando con ellos o acompañándolos algunos fines de semana. Ahí se rezaba antes de cada comida y cuando me acostaban mi abuela hacía una cruz en mi frente, gesto que hasta ahora asocio al cuidado y amor que me tiene. Yo estaba convencida en ese entonces del milagro de dios: cuando el frasco de mermelada no se abría, mi abuela posaba su mano, cerraba los ojos, lo invocaba y la tapa se aflojaba. Y si algo me dolía, una palabra del señor bastaba para sanarme. Y es que proponía un mundo mágico, con ángeles y milagros bíblicos de un hombre bondadoso, sabio y amistoso llamado Jesús.

Por eso la producción anglo italiana Jesús de Nazareth (1977), de Franco Zeffirelli, era sumamente simbólica para mí. Durante Semana Santa podía ver y sentir vivo a ese hombre que conocía y amaba gracias a mi abuela.

La película, de más de seis horas, dividida en cinco capítulos, es un clásico para muchas y muchos chilenos. No es menor: hace 38 años que TVN la transmite durante todo el fin de Semana Santo -¿seremos uno de los pocos países de Latinoamérica en que esto sucede sagradamente?– y verla es una tradición para muchas familias.

Yo actualmente casi no veo televisión, pero en mi mente quedaron grabadas esas tardes del fin de semana largo, sin tareas para el colegio, comiendo marraqueta con mantequilla mientras en la pantalla Jesús oficiaba la última cena y daba pistas a sus discípulos sobre quién sería el traidor: "El que ni moje el pan cuando yo moje el mío". Me acuerdo que temblaba de miedo con esa frase.

Cuando llegaba el momento de su pasión, ningún adulto censuraba –ni siquiera cuando la veía en catequesis del colegio– esas sangrientas escenas donde Jesús era azotado contra la pared con una corona de espinas clavada en su frente. Sin embargo, nos decían que no podíamos ver Dragon Ball Z, porque era muy violento. Ver el sufrimiento de Cristo, sentirlo como propio y llorar como María Magdalena y la Virgen era parte del sentido de recogimiento y pena que una tenía que sentir.

La película me transmitía esa horrible culpa por su muerte y no podía evitar imaginar qué hubiese pasado si lo salvábamos. Cómo sería todo si Jesús siguiera vivo.

Robert Powell era mi dios de la pantalla chica. Y es que nos convenció a muchos con su excelente interpretación de que él era el mesías. Su mirada azul transparente, su look arapiento de hombre humilde y su expresión de verdadero amor al prójimo, estandarizó tanto la imagen de Jesús que en todas partes del mundo comenzó a adornar casas, iglesias y capillas.

Y acá en Chile, por el televisor, ese artefacto casi olvidado en algunas casas, Robert Powell aún nos acompaña inmortal durante el fin de semana largo.

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