Pierde el tiempo quien busca originalidad en el Perry's stage de Lollapalooza. Los números de la tarde, en la fiesta en penumbras del festival, apenas difieren el uno del otro. Los DJs pasan canciones ajenas con el arco dramático de una montaña rusa y el sonido de varias licuadoras sobre las pistas tan aceleradas.

(Paréntesis:

Tal vez Steve Aoki sea un caso único: no solo deja corriendo las pistas mientras se hace selfies con la gente como paisaje de fondo, en algún momento de su presentación el estadounidense baja hasta donde está el público y les lanza tortazos de crema en plena cara.

Ah, bueno.)

En su set de poco menos de sesenta minutos, Valentino Khan (1987) siguió el manual de los subgéneros de la EDM que hicieron conocido a Skrillex —"es uno de los productores que más admiro", dijo hace poco— y, de hecho, el estadounidense es parte de su sello OWSLA:

https://youtu.be/aHptpGYqaPM

Lejos del calor hiriente de otros años, Khan apareció ayer con una gorra de los Lakers y una polera del luchador retirado Bret "The Hitman" Hart. Aunque en la pista, donde una aplastante mayoría adolescente lo siguió con atención, las ropas, al final, igual terminaron como trapos sudados.

Entre simiescas invitaciones a saltar, Khan pasó de "Suavemente" de Elvis Crespo a "Firestarter" de The Prodigy sin asco, y luego de "Bola" de GTA a "Stress" de Justice sin un ápice de coherencia.

¿Dónde conectan esa electrónica francesa bañada en rock que predicaba distorsión descerebrada, descontrol absoluto y onda, con esa voz filtrada por diez plugins y repetida como gotera hasta el cansancio?

Es interesante seguir el ejercicio de identificar las canciones que Khan acelera y descuartiza en vivo. Con Shazam y la paciencia de un inventario anoto varias: "Swish swish" de Katy Perry y Nicki Minaj, "Cuatrocats" de Phlegmatic Dogs y "Bumrush 2019" de Yellow Claw.

Luego "Feel good sirens" de Head Honcho y "Mescal kid's magic" de Nom de Strip, y a continuación la repetida "Satisfaction" de Benny Benassi.

O.K.

Pero no todo anda mal.

El único escenario que queda vacío, por apenas quince minutos entre un show y otro, sí tiene algo de valioso.

Acá, por así decirlo, se pierde la pasividad. Por inercia uno termina moviéndose y saltando y guardando un lamparón en las axilas después de varios minutos dentro.

Todo eso que puede parecer violento y de supervivencia —ganarle el puesto al otro, defenderlo, demostrar el fanatismo bailando y saltando y también soportando ese fanatismo en los demás—, vuelve a ser, al mismo tiempo, una experiencia única y fraternal.

El resfriado al día siguiente como la mejor demostración del aguante, en vez de la comodidad del vip y su comida gourmet, que no se diferencia mucho de ver el festival por streaming desde casa.

Lo valioso de Valentino Khan en Santiago tal vez no esté en las canciones licuadas hasta el ruido insoportable: hay que mirar a toda esa masa de gente con cara de endorfinas y la energía que se les sale por los ojos.

Esa mueca de estar gastando la adrenalina del día en movimientos espasmódicos, las sonrisas aleatorias y algunas dosis de violencia inofensiva, explican por qué este escenario es único en su especie.