Un gobernador decapitado y siete ciudades destruidas: Curalaba o la historia de una masacre

El 23 de diciembre de 1598, el toqui Pelantaru atacó una columna española al mando del gobernador García Oñez de Loyola, cuando marchaba hacia Angol. La batalla fue feroz, muriendo todos los castellanos, lo que marcó una sublevación cuyas consecuencias se extendieron por siglos.


El ataque fue devastador. Al amanecer del 23 de diciembre de 1598, las fuerzas mapuches, lideradas por el toqui Pelantaru, se lanzaron al ataque del campamento español levantado en un lugar llamado Curalaba, a orillas del río Lumaco. Los castellanos, alertados, se incorporaron como pudieron a la lucha, pero la ferocidad del ataque fue tal, que todos perecieron.

Al frente de los hispanos estaba el entonces gobernador del Reino de Chile, Martín García Oñez de Loyola. Un militar experimentado, sobrino-nieto de San Ignacio de Loyola, que había logrado aplacar la sublevación de Tupac Amaru, en el Virreynato del Perú. Por esa acción fue recompensado como se acostumbraba en la época; con cargos, encomiendas, e incluso con la mano de la sobrina de Amaru; una joven ñusta quien pertenecía a la realeza incásica, criada por las religiosas del convento de de Santa Clara del Cuzco y bautizada como Beatriz Clara Colla.

Martín García Oñez de Loyola, gobernador de Chile entre 1592-1598

Esos antecedentes fueron los que ponderó el Rey Felipe II, al nombrarlo gobernador de Chile en 1592. Por entonces, era un territorio conflictivo con períodos de relativa paz, la que siempre era muy frágil. “Loyola, hombre ya de gran experiencia en lo militar, viene a Chile a poner fin a una guerra que ya por aquel entonces cumplía más de 50 años y que había cobrado la vida del gobernador Don Pedro de Valdivia, y a asegurar estas posesiones para la Corona”, detalla Eduardo Cebrián, magister en Historia en su artículo Curalaba: cuando la política no entiende la guerra.

Práctico, Oñez de Loyola viajó de inmediato al sur para imponerse de la situación de las ciudades y del estado de la guerra. Pero apenas pudo reunir un centenar de hombres, lo que marcó la tendencia de su mandato: hacer frente con muy pocos recursos. Peor aún, el entonces Virrey del Perú, García Hurtado de Mendoza (quien había sido gobernador de Chile entre 1556 y 1561), no atendió las constantes peticiones de apoyo.

“Esta ausencia de refuerzos y bastimentos obligaron al gobernador Oñez de Loyola a escribir directamente al Rey de España para relatar la precariedad del reino y la necesidad urgente del envío de refuerzos”, detalla Cebrián. “No se puede pasar por alto que él sabía que el Virrey estaba en su contra, y se lo escribe al rey diciendo ‘con manifiesta demostración dio a entender ser mi elección contra su gusto y opinión’ (Medina tomo IV, 310), situación que debió ser muy molesta y poco esperanzadora para las intenciones de mantener la gobernación segura y en paz”.

Por ello, durante sus primeros cuatro años Oñez de Loyola apenas pudo reclutar tropas de encomenderos y vecinos, que no eran soldados profesionales, y ciertamente priorizaban atender sus propios intereses en la zona central, antes que viajar al sur con el riesgo de no volver. Solo años más tarde, Hurtado de Mendoza ofreció enviar una columna de auxiliares, pero lo hizo una vez que logró su traslado a España, ya cansado de las fatigas de la administración. Así, el nuevo Virrey, Luis de Velasco, se encontró con que debía organizar los refuerzos, pero allí se topó con otra dificultad.

“Los hombres iban a servir solamente por un año, única forma para motivarlos producto de la mala fama de Chile por su continua guerra, los pocos recursos minerales de la tierra y la pobreza de sus indígenas, circunstancias que hacían poco tentador venir a arriesgar la vida, y algo más, con la sola recompensa de un salario magro”, detalla Cebrián.

Para intentar cambiar la situación, se planteó la idea de esclavizar a los indígenas alzados, para así motivar a los castellanos a sumarse a las huestes. Pero la idea pronto fue descartada, sobre todo tras los consejos de los padres jesuitas (en rigor señalaron que los beligerantes sí podían ser esclavizados, salvo que estuvieran bautizados), orden que llegó al país durante el período. Así, el gobernador tuvo que seguir una política de apaciguamiento, comprendiendo que no tenía la fuerza suficiente para hacer frente a una campaña, menos aún ante un posible alzamiento general.

Un ataque sorpresivo

Con todo, Oñez de Loyola salía de expedición cada año, comenzando el verano. Hacia el de 1598, emprendió otra campaña para la que solicitó apoyo de jinetes a los vecinos de Santiago. Esperaba además una nueva columna de refuerzos enviada desde el Virreynato del Perú, pero esta apenas llegaba a 140 hombres, de los cuales hubo que descartar a 50 que aún eran muy jóvenes como para afrontar una aventura militar. Así, el gobernador estaba estancado y no tenía como levantar una fuerza consistente.

De su lado, algunos grupos mapuches preparaban una ofensiva. Aunque la corona había intentado regular el trabajo indígena, en particular el servicio personal que estos debían al encomendero, lo cierto es que los abusos contra ellos persistían. Pese a que la Tasa de Gamboa (1580) intentó abolir el servicio personal, la situación generó tensiones con los encomenderos. Así, los indígenas que aún no eran reducidos se organizaron.

En diciembre de 1598, el corregidor de Angol, Hernando Vallejo, informó al gobernador que los nativos de Purén habían comenzado correrías en la zona, y temía, con razón, ser atacado. Oñez de Loyola, quien ya estaba en el sur, decidió partir a su auxilio con solo 50 soldados y un contingente de 200 indios amigos, que servían a los castellanos como fuerza de apoyo (aunque a veces las lealtades eran volubles). A ellos se les sumaría una escolta venida desde la ciudad. “Los antecedentes que manejaba el gobernador Oñez de Loyola eran que con el contingente que llevaba sería más que suficiente para defenderse y que la cercanía de la comitiva que lo iba a encontrar en el camino sería bastante disuasión ante un eventual ataque”, explica Cebrián.

Tras un día de marcha, el gobernador decidió acampar en un sitio llamado Curalaba. Allí, las disposiciones dieron cuenta de la falta de previsión, o más bien del ánimo del gobernador por conciliarse con los mapuches. “Una vez preparado el lugar se disponen a dormir, los caballos se dejaron sin las sillas, los soldados durmieron sin sus ropas y armas puestas y como precaución se dejaron unos cuantos centinelas”, detalla Cebrián.

Enterados de la presencia del contingente hispano en la zona, el toqui Pelentaru reunió un grupo de hombres, que los cronistas han detallado en número de 300 y 600. Los distribuyó en grupos al mando de Ankanamün y Huaquimilla, marchó en la madrugada y rodeó el campamento aprovechando la densa neblina del lugar. Al amanecer lanzó un brutal ataque de sorpresa.

Como pudo, Oñez de Loyola trató de hacer frente a la embestida. “El Gobernador no tuvo tiempo para vestir su armadura; empuñó, sin embargo, la espada y el escudo, y rodeado por unos pocos de sus compañeros, trató de organizar la resistencia, o a lo menos de pelear hasta morir”, detalla Barros Arana en su Historia General de Chile. “Oñez de Loyola y dos de los suyos, que estaban a su lado, hicieron, según se cuenta, prodigios de valor, pero sucumbieron antes de mucho, traspasados por las picas de los indios”, añade.

Se dice que todos los castellanos murieron en aquella jornada. En su Historia general del Reyno de Chile (1674), Diego de Rosales detalla que una vez que los guerreros indígenas se dieron cuenta de que entre los muertos estaba el gobernador, le cortaron la cabeza y la pusieron en una pica junto a las de los otros capitanes que habían perecido en combate. Surgieron otros mitos: tal como habría ocurrido con Pedro de Valdivia, el cráneo lo habría guardado Pelantaru como un macabro trofeo (para beber chicha, se dice), aunque no se puede olvidar que los cronistas hispanos de la época tendían a exagerar los acontecimientos y a referirse con encono a sus rivales.

Lo que no fue exagerado, fue que tras la batalla vino un alzamiento general indígena. Envalentonados por el triunfo y la muerte del gobernador, los mapuches destruyeron o forzaron el abandono de las siete ciudades fundadas al sur del río Biobío, el que desde ese momento quedó establecido como la frontera entre los indígenas y el Reino de Chile. Apenas se logró repoblar Valdivia y Osorno en los siglos posteriores, pero la situación recién va a cambiar en el siglo XIX con la ocupación de la Araucanía por parte de la República chilena, pero esa es otra historia.

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