Crítica de humor del Festival de Viña: Alex Ortiz: Soy del barrio, hermanito

Crítica de humor del Festival de Viña: Alex Ortiz: Soy del barrio, hermanito

Tuvo oficio y credibilidad, ocupando bien los tiempos para acelerar un chiste y, también, para poner la pausa y generar expectación. Su primera parte finalizó arriba, con el chiste del Tagadá playero –en otro recuerdo C3- y agradeció a su familia, que lo apoyaba en primera fila. Algo monotemático en la estructura de su espectáculo, pero, a la larga, con la ambición precisa para linkear con el público y echarse al bolsillo al Monstruo.


Subir al escenario el último día del festival de Viña suele ser una buena oportunidad. Por lo general, la tensión de los primeros días se desvanece y el público opera con una recepción mayor a los artistas. Todos asisten con ganas de pasarlo bien. Alex Ortiz, debutante en la Quinta Vergara, tomó esta opción con relativa tranquilidad. Hace dos días, confidenció en la previa, actuó para probar su rutina y chequear lo que más gustaba en la gente y desechar lo que no les movía ni un músculo.

Orgulloso de su origen popular –es de San Joaquín-, el también llamado flaite chileno confeccionó un show basado en el Chile previo a la democracia, en esos años de dictadura donde la precariedad –en todas sus variantes- estaba normalizada y aceptada con resignación por la mayoría. Partió desequilibrado y nervioso repitiendo algunos chistes que ya había utilizado en Olmué el año pasado. Dijo que era de barrio y que se veía rico. También que se había cambiado al barrio alto. “Ahora vivo en Independencia”. Punto en contra.

Esos deslices fueron prontamente subsanados. A medida que transcurría su actuación, fue adquiriendo confianza. Se la jugó con historias que para los jóvenes de 25 años hacia abajo pudieron ser inexplicables. Haciendo un flashback del oscurísimo país en los 80, se refirió a la fragilidad de los cuadernos Auca, al desaparecido ejercicio escolar de plantar un poroto en un vaso, a las canchas de tierra que copaban todos los sectores populares y a los diarios calientes que ponían los papás cuando un niño estaba congestionado.

El recuerdo de ese Chile en sepia fue internalizado correctamente por el público. Ortiz tiene el ingenio de los que conocen los rincones de la calle y recuerda sin resentimientos y hasta con cierto amor las características más tradicionales de la existencia C3.

Aunque, claro, también se dio sus gustitos. Tal como Luis Slimming cuando preguntó a Constanza Santa María sobre cuánto tiempo había pasado en abstinencia sexual, el comediante la tomó como ejemplo de las diferencias sociales. Afirmó que en su infancia, la periodista no plantaba porotos, sino que frijoles, que borraba en sus cuadernos con pan de masa madre y que tenía isapre, a diferencia de Chavito, que era de Fonasa. Santa María tuvo que reír por obligación más que por genuina diversión.

Tuvo oficio y credibilidad, ocupando bien los tiempos para acelerar un chiste y, también, para poner la pausa y generar expectación. Su primera parte finalizó arriba, con el chiste del Tagadá playero –en otro recuerdo C3- y agradeció a su familia, que lo apoyaba en primera fila. Algo monotemático en la estructura de su espectáculo, pero, a la larga, con la ambición precisa para linkear con el público y echarse al bolsillo al Monstruo.

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