Celebración, risas, alegría, abrazos, música en vivo y fuegos artificiales. Escena pintada con el color de unos Juegos Olímpicos, la fiesta que ocurre cada cuatro años y que es sinónimo de júbilo y algarabía. Todo aquello se vivía en Brisbane, a orillas del río homónimo y pensando en el futuro. Dentro de 11 años, la tercera ciudad más grande de Australia albergará la 35º versión de la cita de los anillos, según anunciaba el Comité Olímpico Internacional desde Tokio esta semana.
Falto de suspenso, por cierto, al ser la capital del estado de Queensland la única candidata del listado. Así, sin lugar a lobby y codazos, Australia será anfitriona por tercera vez de los Juegos. Y lo celebran en una nación que puede decir que les ha hecho el quite a las mayores desgracias de esta pandemia, sin mayor número de muertes (915 fallecidos), contagios, encierros ni quiebras.
Una urbe que se ubica siempre arriba de los rankings de las ciudades con mejor calidad de vida, con clima tropical (aunque en julio es más fresca) y con naturaleza por doquier. Así es Brisbane, y una cita olímpica entre sus calles, parques y serpenteante río se imagina perfecta. Como los Juegos perfectos que soñaban los japoneses cuando en 2013, en Buenos Aires, recibieron con gritos de dicha y llantos el anuncio del entonces presidente del COI Jacques Rogge, que los erigía como sede.
Sin embargo, las sensaciones de ocho años atrás contrastan con las actuales. La pandemia ha hecho que en la previa de los Juegos Olímpicos se palpe estrés, emociones grises y poco ambiente de fiesta en una ciudad bajo un estado de emergencia que paga las consecuencias de un proceso de vacunación que tardó en arrancar. Fueron demasiado cautelosos los japoneses a ojos de los expertos. Hoy no llegan ni al 25% de inoculados. Inentendible situación para la tercera mayor economía del orbe. De haber actuado con la rapidez de los británicos, por ejemplo, la historia habría sido distinta y las tribunas del Estadio Olímpico de Tokio podrían haber lucido como las del Court Central de Wimbledon. En cambio, penarán las ánimas en las gradas de los recintos y el aliño que le aporta la multiculturalidad de los fanáticos al espíritu olímpico se olvidó hace rato.
“Estoy apenado por no poder estar dentro. Es triste que los japoneses tengamos que ver los Juegos solo por TV. Igual tengo mi ticket para la de los Paralímpicos. Ojalá no estemos en emergencia para entonces”, contaba triste Tomomi, hombre de 56 años que tras una reja en la calle miraba el recinto al que no podría acceder, horas antes de la ceremonia inaugural. Por fin un poco de onda y de entusiasmo, a pesar del sentimiento de decepción, se vio en las calles aledañas al coloso que se hizo Olímpico en 1964. Cuesta encontrar japoneses que puedan comunicarse en inglés, al menos para una entrevista básica. Kei, fanático de su tocayo tenista Nishikori, es otro fan que se quedó con las ganas: “Vine acá para sentir el ambiente olímpico, porque tenía mi entrada para la ceremonia y ahora espero la devolución de mi dinero”. Lo que se perdieron fue un rito sobrio, a ratos aburrido, acorde a las emociones de los tiempos que se viven.
Llegada trabada
Son unos Juegos muy extraños, donde casi nada es normal. Así se sintió al llegar a Tokio. Incluso se fue palpando mucho antes, con un proceso engorroso, de muchos obstáculos y en el que había que navegar por un mar de registros, contraseñas, formularios, sitios web y tablas de Excel. No daban ganas de venir. La llegada al aeropuerto tras vuelos semivacíos fue un baño de realidad: acá no habría un corpóreo de Miraitowa (la mascota de estos Juegos) alegremente recibiendo a los visitantes, ni música típica, ni delegaciones compartiendo con los fans, rodeados de cámaras y prensa, ni stands de turismo. En cambio, en los pasillos de Narita se llevaban a cabo los exhaustivos controles de documentos, el correcto registro de las aplicaciones para monitorear la salud que en varios casos no funcionaban, y el más importante: el test de saliva que en media hora da luces de la presencia del virus.
Escupir en un embudo, sin lugar a dudas, mejor que la desagradable sensación en la nariz del test de antígenos, que es opción en caso de que el largo viaje haya secado la boca, y ante la prohibición de beber agua para no trampear los resultados. En las paredes hay carteles que ayudan a la secreción de saliva, con imágenes de un limón cortado y fruta en almíbar, con el mensaje: “Imagine”. Así se logra llenar el tubo plástico hasta la raya negra que indica la cantidad necesaria para llevar a cabo la muestra. El resultado negativo le hace merecedor de un pequeño papel, el último de los tesoros requeridos para arrancar de ahí, bajar por escaleras mecánicas que hablan en japonés e inglés con el mensaje “deje un escalón vacío con la persona de adelante”, recolectar las valijas y someterse a la experiencia olímpica reprimida.
Confusa burbuja
El gobierno nipón ha implementado una burbuja muy estricta para que la gente ligada a los Juegos no se mezcle con sus ciudadanos durante los primeros 14 días. Luego una tarjeta especial llega al poder de quien cumplió con ese plazo y que permite el libre movimiento por las calles tokiotas. Antes de eso, está prohibido el uso del transporte público y solo se permite el tránsito entre el hotel, el centro de prensa y los recintos deportivos por medio de buses dispuestos por la organización. Hay lugar para la denuncia. “La burbuja de los Juegos no es para proteger a la familia olímpica. Es para protegerse ellos mismos. Estamos vacunados, arrojamos test negativos todos los días y los que tenemos que tomar un desayuno en una cajita encerrados en la habitación somos nosotros, mientras que los locales pueden hacerlo libremente en el lobby del hotel. Japón teme que los extranjeros disparemos sus casos de Covid. La burbuja es una mentira”, dispara Pilar Casado, periodista española. El malestar de la prensa es vox populi.
¿La Villa Olímpica? Al ser la casa de los deportistas, lógicamente es la prioridad del evento y donde se intensifica el resguardo, el acceso de la prensa se da únicamente en una zona mixta calurosa, sometida al sol que impone temperaturas que no bajan de los 30°C y con el staff controlando al punto que llega a ser desagradable que la distancia social se cumpla. Ni un centímetro menos. Las entrevistas, así, no se dan en el entorno más placentero.
A propósito de la pandemia y algo que podría desatarla dentro de la Villa Olímpica, es uno de sus temas clásicos de cada cita de los anillos: sexo, fiestas y libertinaje. ¿Qué pasará con un sitio que junta a gente joven, de cuerpos atléticos y que atraviesan por un largo tiempo de entrenamientos y sacrificios, hasta que experimentan fuerte e inevitablemente la sensación de libertad una vez finalizadas sus competencias? La distancia física (e íntima) suena como una tarea complicada. El historial de declaraciones es muy sabroso. “Hay mucho sexo. He visto gente practicándolo al aire libre, en el pasto que hay entre los edificios”, contaba Hope Solo, arquera de la selección femenina de fútbol de Estados Unidos, sobre lo que atestiguaba en Beijing 2008. El nadador Eric Shanteau calificó a la Villa como el centro de sexo más grande en el que ha estado. “Algo salvaje”, decía el estadounidense. Barcelona 1992 comenzó con la tendencia de repartir condones, Sydney 2000 tuvo que traer un cargamento extra y Río 2016 batió el récord, con 450.000 preservativos para los atletas. En Tokio, en cambio, la organización dispuso “solo” de 150.000 unidades, pero con un mensaje que difícilmente será respetado. “El objetivo es que no los usen. Pediremos a los atletas que se los lleven de vuelta a sus países para cooperar con la erradicación de las ETS”, señaló Takashi Kitajima, director de la ciudadela. El condón como souvenir. Se evita un contagio, pero se arriesga otro. “El sexo, esta vez, te puede sacar de competencia y echar por la borda cuatro años de sacrificios”, comenta el voleibolista chileno Esteban Grimalt. Aunque cierto es que las hormonas revolotean más cuando ya no se está en competencia.
Hasta Novak Djokovic, quizás la máxima estrella hoy en suelo japonés, se la pensó dos veces antes de subirse al avión y meterse a la pompa nipona. Incluso teniendo aquí la chance dorada de agarrar el único premio que en el tenis le falta, para así enterrar la discusión candente sobre quién es el mejor tenista de todos los tiempos. Nole vio que el panorama de los Juegos sería crudo y difícil. Tal como ha sido la semana de la antesala. El número uno privilegió saciar su hambre de triunfo. El oro que le falta, y también porque a unos Juegos Olímpicos no se les dice que no.
Los Juegos de las restricciones, de la incertidumbre, del silencio, o en su defecto, de los gritos grabados. Los Juegos de la emergencia carentes de emociones. Los Juegos de la burocracia para el extranjero que amenaza. Pero los Juegos al fin y al cabo. Que el deporte los salve.