LA  PRESIDENTA BACHELET presenció esta semana, junto con numerosos líderes de la comunidad internacional, la firma del acuerdo de paz con las Farc en Colombia. Según las encuestas, la mayoría de los ciudadanos aprobarían el acuerdo este domingo en un plebiscito.

Hay obvios motivos para celebrar: luego de cuatro años de negociaciones, las partes han llegado a un acuerdo que ofrece una oportunidad clave para la vigencia de los derechos humanos en Colombia. Pero, lamentablemente, el componente de justicia del acuerdo promueve la impunidad y, con ello, pone en riesgo las posibilidades de una paz genuina.

Miles de víctimas han sufrido atrocidades sistemáticas por parte de miembros de las Farc, incluidos secuestros, desapariciones y crímenes de violencia sexual.

Conforme al componente de justicia del acuerdo, los guerrilleros responsables de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad podrán evitar cumplir siquiera un solo día en prisión. En lugar de ello, quienes confiesen sus delitos quedarán sujetos a restricciones breves y modestas de ciertos derechos -como el derecho de movimiento- y deberán trabajar en proyectos de servicio a la comunidad.

El gobierno colombiano defiende este sacrificio a la justicia con el argumento de que el acuerdo “logra el máximo de justicia posible”. Ello es difícil de creer.  Los beneficios de impunidad otorgados a las guerrillas también favorecerán a miembros de las fuerzas armadas responsables de hechos atroces. Ninguna persona razonable puede sostener que esta renuncia a la justicia es necesaria para alcanzar la paz con las guerrillas.

Es probable que el acuerdo beneficie a numerosos miembros del Ejército colombiano responsables de miles de casos de “falsos positivos” cometidos entre 2002 y 2008 durante el gobierno de Álvaro Uribe. Presionados por sus superiores para mostrar resultados, soldados y oficiales, citaban a jóvenes en lugares remotos y los ejecutaban a sangre fría para reportarlos luego como combatientes muertos en enfrentamientos.

Human Rights Watch ha presentado evidencia de que muchos generales del Ejército podrían tener responsabilidad penal por estos delitos, incluido el actual comandante general de las Fuerzas Militares colombianas. Sin embargo, el acuerdo podría permitir que estos generales eviten rendir cuentas por sus actos gracias a una definición engañosa de “responsabilidad de mando” -un principio clave del derecho internacional- que podría hacer más difícil que los generales del Ejército y comandantes de las Farc sean sancionados por los crímenes cometidos por sus subalternos.

Nuestra experiencia en Colombia muestra que los ciclos de abusos por todas las facciones se perpetúa por la certeza que tienen los responsables que nunca serán castigados por sus crímenes. Gracias a este débil acuerdo de justicia, subsiste el riesgo de que vuelvan a ocurrir graves violaciones de derechos humanos en Colombia.

El gobierno de Chile -uno de los acompañantes en este proceso- cumplió un importante rol en el histórico acuerdo de paz. Pero, cuando finalicen los merecidos festejos, el gobierno de Bachelet podría concentrar su atención en los enormes defectos de justicia que pueden limitarse en la legislación de implementación. En esa área, Chile tiene algo que aportar.