SEÑOR DIRECTOR

Ya en 2011 Patricio Meller advertía que el principal malestar respecto de la educación superior chilena era el costo de los aranceles que, en ese momento aparecían en la comparación de la OCDE como los más caros del mundo. Con un provocativo título publicó un libro sosteniendo que el problema no era el lucro sino el mercado. Seis años más tarde nuestras universidades públicas aparecen en segundo lugar después de Estados Unidos entre 46 países con el costo más alto (Informe Education at Glance). Asimismo, aunque ha disminuido el peso del aporte privado sobre el financiamiento público en los últimos años con el crédito con aval del Estado, aumentos de becas y gratuidad, Chile sigue estando entre los países con mayor financiamiento privado.

En un sistema altamente desregulado y en un contexto de explosiva masificación de la educación superior, la competencia no se dio a través de una baja en los aranceles sino a través de inversiones en infraestructura, equipamientos tecnológicos, profesores estrellas, áreas verdes, campos deportivos y publicidad. En el caso de las universidades públicas complejas, los aranceles en la práctica, han cubierto gran parte del desarrollo de la investigación y la vinculación con el medio, puesto que la inversión pública en ciencia y tecnología no ha logrado elevarse del 0.4%. Los estudiantes y sus familias han estado dispuestos a pagar, porque las remuneraciones de quienes tienen un título universitario son significativamente más altas y porque han contado con ayuda estudiantil. Pensar que la solución está en la regulación de los aranceles o en la gratuidad es una utopía. Chile debe lograr un equilibrio entre gasto de las familias e inversión pública en el financiamiento de la docencia. Y, por otra parte, decidirse a elevar la inversión en desarrollo de investigación. Sobre todo, teniendo en cuenta que la tendencia en el mundo es que la educación superior se hace cada vez más compleja y por lo mismo, más cara.

Mariana Aylwin