Con una dosis de ironía, el crítico del Hollywood Reporter dijo que en los 70 esta cinta habría sido una película existencial. Pero hoy apenas califica de inconducente. El personaje de George Clooney no anda de causas y efectos por la vida. Quiere dejar el oficio de sicario y se dedica a meditar mientras limpia sus rifles, pistolas y metralletas. Y eso toma su tiempo, exasperando a gente de un lado y otro de la pantalla. La acción en esta cinta del clipero holandés Antón Corbijn tiene lugar en un pueblito italiano centenario y asediado por el fantasma del amor, lujo que el protagonista no puede darse. Alguna audacia hay en su propuesta de esteta consumado y en su voluntad de que las escenas duren lo que tengan que durar y que los planos sean los que tienen que ser. Que el rigor cotidiano imponga su ley y que la acción, cuando llegue, resuelva. Dicho todo esto, el protagonismo de un asesino con sentimiento iba mejor en los tiempos de El samurai, de JP Melville. Posiblemente iba más en serio. Tampoco ayuda mucho eso de que Clooney sea siempre y ante todo Clooney.