En la vida de Ariel Roth (Pablo Cerda) hay pocas cosas que importan y su novia Claudia (Francisca Lewin) no está entre las prioridades. Su profesión de diseñador tampoco lo motiva mucho y lo único que lava su cerebro y corazón es más bien su placer onanista de ver películas. Desde las 12 de la noche hasta primeras horas de la madrugada, Ariel construye un refugio donde el cine que compulsivamente ha descargado de Internet es el medio, la promesa, la satisfacción y el fin.

El segundo largometraje de Alberto Fuguet también podría llamarse como uno de sus libros (Las películas de mi vida), si es que no fuera porque el protagonista experimenta tantas o mayores intensidades con otra práctica que también es extra-laboral: andar en bicicleta. La manía de Ariel por recorrer las calles de Santiago en su vehículo le da también cierto sentido estético a Velódromo, donde otra vez las calles de la capital son protagonistas de la escena.

Ariel es un hombre que transita por aquel territorio de definiciones conocido como la medianía de los 30 años. Su último amigo lo deja a un lado para casarse y construir una existencia "normal". Su novia (una atractiva chica que ya quisieran sus cercanos) es objeto de su indiferencia. Cualquier oferta de trabajo que le llegue a la mesa es reducida a la mofa por el espíritu de rebelde sin causa de Ariel, quien vestido internamente como un Peter Pan del siglo XXI no quiere crecer.

Los únicos seres que conecten con Ariel en la eterna fuga de sus responsabilidades son otros singulares marginales, destacando un profesor de artes marciales que se hace llamar Danko (Lalo Prieto) y que esconde un alma apacible tras una apariencia ruda. Danko y su esposa son lo más cercano a una familia que Ariel pudiera tener. El carácter llano y la sinceridad implacable de este hombre son el único cable a tierra de Ariel, quien muchas veces pareciera no soportarse ni siquiera a sí mismo.

Tal como en su primera cinta, Se arrienda, Fuguet opta por los personajes sin norte, cansados de su entorno, algo aburridos de sí mismos y anhelantes de algo que ni ellos mismos alcanzan a comprender. Estas características le dan un raro sabor existencial a sus películas, con seres que de tanto estar incómodos en todas partes se transforman en alienígenas de su propia ciudad. Hay que reconocerle al escritor-director ser fiel a este tipo humano correspondiente a los niños mimados y enojados. Es un carácter con el cual en ocasiones es difícil empatizar y tal vez sea mejor tarea para un psiquiatra especializado en la crisis masculina treinteañera.

Velódromo supone, en cualquier caso, un paso adelante del director en comparación a Se arrienda, que quiso abarcar mucho, a una generación entera, y con frecuencia se quedó en la anécdota. Esta película tiene la ventaja de aplicar sus energías a pocos personajes y de hacerlos andar con cariño. Pero subsisten taras: algunos roles, como el del primo, están muy poco desarrollados; la historia se extiende más de la cuenta; la continuidad es discutible; a veces sobran palabras y falta mayor confianza en el poder expresivo de las imágenes. La cámara del realizador muestra a Ariel deambulando una y otra vez por Santiago, rezumando rencor, frustración y ansiedad. A veces uno comparte estos sentimientos. En otros momentos, uno quisiera golpearlo. Pero jamás hay indiferencia. Debe ser porque en Velódromo Fuguet ha dado con un personaje (no con una maqueta) que es capaz de inspirar o de interpelar.