JUNTO CON la elección presidencial y parlamentaria, los comicios del 17 de noviembre servirán, asimismo, para escoger a los 278 integrantes de los 15 consejos regionales que existen a lo largo del país. Es la primera vez que los consejeros regionales (cores) son elegidos a través del voto popular, novedad que debería haber incentivado la realización de una campaña vibrante, que permitiera a la ciudadanía comparar los candidatos, sus postulados y programas.

Por desgracia, sin embargo, no ha sido así. La campaña para la elección de los cores ha quedado muy postergada y como consecuencia, los casi mil candidatos que compiten son prácticamente desconocidos para el grueso de los votantes, quienes menos todavía saben qué proponen y cuál es el ideario concreto de los postulantes. De esta manera, los votantes concurrirán a las urnas casi a ciegas, lo cual constituye una anomalía para una democracia que debe promover el sufragio informado.

La mayor responsabilidad por esta situación recae en los partidos políticos, que se resisten a presentar proyectos concretos y anteponen dudosos criterios de elegibilidad a cualquier otra consideración a la hora de designar a sus candidatos. Así, por ejemplo, resulta evidente la tendencia a postular parientes de figuras ya conocidas, con el propósito de que el público los escoja no debido a sus propios méritos, propuestas y principios, sino por los que se asocian a sus padres, hermanos, etc. Esta lógica, naturalmente, está más vinculada a regímenes dinásticos que a democráticos y puede llegar a representar un riesgo institucional en el caso de producirse una presencia familiar importante en instancias que deben fiscalizarse unas a otras.

El sistema de elección directa de cores reemplaza al antiguo modelo, según el cual los cores eran elegidos a través de la votación de todos los concejales de las distintas comunas que componen cada provincia. En este sentido, la reforma introducida podría representar un paso adelante en términos de transparencia, descentralización y responsabilidad ante la opinión pública, siempre y cuando se cumpliera con requisitos de información que en este caso no han sido satisfechos y con una disposición de los partidos a abrir cauces de participación, más que a repartir cuotas de poder en términos parecidos a los vigentes.

Ello constituye una falencia grave, más todavía si se considera que se discuten en el Congreso reformas legales que buscan transferir competencias a los gobiernos regionales y robustecen el rol de los cores. Estos ya tienen atribuciones en ámbitos como la planificación del desarrollo estratégico, económico y social de la región y las inversiones relativas al Fondo Nacional de Desarrollo Regional, el cual, a su vez, ha visto incrementados con mucha fuerza los recursos de que dispone. Por ello, si se les quiere entregar mayores responsabilidades -incluso se consideran figuras como la del presidente del Consejo Regional, que saldrá de entre los cores y cuenta con atribuciones relevantes-, es imprescindible que el proceso democrático a través del cual son elegidos cumpla con mínimos estándares de información y discusión de propuestas concretas. De lo contrario, el objetivo de la reforma de darle mayor representatividad a esta instancia corre el riesgo de verse defraudado por la creación de un ente opaco, integrado por personas poco conocidas por la ciudadanía y distantes de ella.