Señor director:

La entrada en vigencia de la Ley de Inclusión ha causado controversia en lo relativo a expulsar estudiantes que incumplen normativas concernientes a textos, uniforme, útiles y otros. Esta crítica se justifica por una supuesta pérdida de autoridad escolar, y por ser normas  aceptadas por las familias.

Si estamos de acuerdo en que la misión de la escuela es educar, y que educar con calidad supone el desarrollo integral de la persona, entonces educar en una ética del convivir es tarea de la escuela, no castigar y menos expulsar.

En la literatura respecto de la educación socioafectiva y ética, el castigo es inconducente para el respeto de las normas. Genera más rebeldía y resentimiento y, lo más importante, no educa. No tiene relación con la falta, ni es proporcional a la misma; es impuesto y enseña a actuar condicionado por el miedo.

Si la tarea es educar seres humanos autónomos, que respondan responsablemente por sus actos, hay que apuntar al desarrollo de la consciencia y la capacidad de autorregulación. El procedimiento para lo anterior es el diálogo en un espacio de confianza donde el estudiante se sienta escuchado y valorado pese a sus faltas, y donde puede tomar consciencia del daño que producen sus acciones. Esto debe derivar en una sanción o consecuencia que le permita expresar sinceramente su sentimiento de pesar por la falta cometida y reparar el daño.

Si las faltas son graves -entendiendo que lo más grave es violentar a otras personas- y reiteradas, el problema es más complejo y requiere un abordaje sistémico, que ponga límites, contenga y al mismo tiempo eduque.  En este escenario, las soluciones de expulsión debieran ser la última carta.

La autoridad escolar adquiere fuerza cuando usa su poder para educar y no para castigar.

Carolina Hirmas

Académica Facultad de Educación Universidad Diego Portales