Primero fue David Bowie, después Prince y ahora George Michael. Si 2016 ha golpeado sin misericordia a la música popular y baja el telón convertido en un largo panteón de muertes inesperadas, este año se ha encarnizado en particular con un género: el pop de filo más subversivo, aquella música de envoltorio frívola y apariencia cosmética, pero que finalmente carga dinamita.

George Michael, el último de esa saga cuya partida quiebra el libreto y corta el aliento del espectáculo planetario por unos minutos, fue quizás la máxima estrella solista inglesa de los 80 y principios de los 90, arropado en esa ambigüedad donde rentabilizaba su silueta de sex symbol de chaqueta de cuero, buen rasurado y mirada varonil, pero finalmente eternizado como símbolo insigne del mundo gay. O también en otra dualidad igual de elocuente, aquella construida en su fama de personaje servido para el escándalo y los tabloides, pero que una y otra vez se resistía a la fama fácil y usaba sus canciones para hablar del gobierno de su país o de Medio Oriente.

"Nunca me importó ser considerado una estrella pop. La gente piensa que quiero ser considerado un músico 'serio', pero no es así. Sólo quiero que la gente sepa que me tomo muy en serio la música pop", pareciera ser la declaración de principios que mejor lo definió, la resolución definitiva a la que llegó en la adultez de su carrera, en 2004, en plena entrevista con la revista GQ. Una perspectiva que tomó de los que estuvieron antes en un lugar parecido -Freddie Mercury, Elton John, Marvin Gaye el propio Bowie- y que expandió a los que aparecieron después, como Ricky Martin, Robbie Williams o, mirando hacia casa, Alex Anwandter.

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Un perfil que facturó desde los inicios de su carrera, aunque acentuado en sus días de mayor gloria. El primer gran golpe fue Wham!, el dúo que a partir de 1981 formó con Andrew Ridgeley y donde instauró su primera gran huella: el hedonismo y la diversión como fórmulas de éxito. De voz cándida y juvenil, y gracias a hits como Wake me up before you go go y Careless whisper (alegoría de ese romanticismo intenso y carnal), el conjunto se hizo un espacio en ese cúmulo de bandas británicas que barrieron con los rankings y que invadieron EE.UU. gracias a su cuidado estético, su fascinante ánimo fiestero y nocturno, y el espaldarazo de MTV (de ahí que el rock corporativo de América debió potenciar modelos que semejaban a Rambo, como Bruce Springsteen).

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Pero Georgios Kyriacos Panayiotou, su nombre real, quería algo más. Menos piel y menos juerga, más cerebro y más contenido. En 1987 da el salto con un disco redondo de principio a fin, Faith, que incluía composiciones escritas y producidas casi en su totalidad por él mismo, como I want your sex , Kissing a fool o el single que dio nombre al trabajo, multiplicado en la memoria de una generación completa de adolescentes gracias a ese video con una intro casi celestial que luego desembocaba en botas de vaquero, jeans ajustados, una guitarra bien empuñada, cuero y, por supuesto, un trasero que se agitaba a pantalla completa.

El festín visual era secundado por temas donde el funk y el pop eran impúdicos y libidinosos, mientras que el soul reposaba en la delicadeza y la elegancia: otra dualidad para sumar a su palmarés. Y otra declaración de estilo que le hizo ganar un nombre en la era de las superestrellas globales fabricadas al otro lado del Atlántico, como Madonna, Michael Jackson y Prince.

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Pero esa victoria incuestionable lo terminó agotando. "En algún momento de tu carrera, la situación entre tú y una cámara se revierten. Durante años, la cortejas y la quieres, pero luego ya no la necesitas. Sientes que está tomando algo de ti". Con esa frase parecía advertir en 1990 lo que venía en la nueva década: mientras la industria lo quería exhibir como nuevo anzuelo erótico, él decidió diluirse de la promoción en su álbum Listen without prejudice Vol. 1, con videos donde sólo mostraba las letras de la canción (Praying for time) u otros en que exhibió a las supermodelos de la época (Freedom! '90).

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Pero ese carácter beligerante terminó por pasarle la cuenta. Pese a ser el artista inglés más tocado en las radios de su país en los 80 y los 90, sus trabajos posteriores no estuvieron a la altura, comenzó a naufragar en una intermitencia discográfica, y sus giras siempre se montaban al borde de las cancelaciones y el nervio de los productores (una de las tantas razones por las que nunca vino a Chile).

El mundo empezó a saber de su vida por sus declaraciones más que por su música (defendía el sexo anónimo y su gusto por la cannabis, por ejemplo), pero siempre bajo una brújula que jamás extravió: aquella que dicta que el pop que mueve cuerpos, despacha millones de copias y trepa por los rankings puede ser una pócima tan estimulante como peligrosa.