Al Bundy, de Matrimonio con Hijos: Escoger las peleas (las menos posibles)
Ver a Al Bundy hundido en su sillón es una pequeña venganza. Es un deseo egoísta de que todos los que eran como ellos terminen igual. Es apropiarse de una victoria que no le pertenece a nadie, pero que reivindica a todos. Ver al futbolista más popular del equipo y la porrista más guapa del escuadrón en decadencia, es tanto mejor que verlos en su plenitud. Más entretenido. Y educativo, inclusive: no cualquiera sobrevive a más de 20 años de matrimonio con Peggy Bundy. Por eso, a Al hay que observarlo. Reírse de él, pero después tomar nota.

Lo suyo es la supervivencia. Y la indiferencia. Entre menos batallas se escoja pelear con la señora, menos se pierden. Por eso hay que resignarse a sus ocurrencias y decir que sí a todo, para que ella no pueda decir que no cuando se quiera salir a tomar cerveza con los amigos. Si pone problemas, se ocupa el último recurso: ceder la tarjeta de crédito. Que se compre un vestido y que sólo hable para preguntar cuánto cuesta, aunque la respuesta no le importe.


Tampoco hay que exigirle mucho. Bundy no pide ni que le cocinen ni que limpien mucho la casa, porque entendió rápido que Peggy no sabe hacerlo. O sabe hacerse la tonta. Por eso, hay que saber qué pedir. Qué ganancia hay a cambio de una jornada de trabajo. Sus bienes intransables son una cerveza fría y el control remoto. Y que nadie le diga nada por rascarse todo lo que se aguanta el resto del día.

También es importante saber que, si se reclama sobre el trabajo, hay que escuchar después las penurias de ser dueña de casa. Dejar que sea su turno. Y pensar en cualquier cosa mientras ella habla; ni siquiera será necesario fingir interés o dar consejos.

Pero lo más importante es no hacer ningún esfuerzo por demostrar cariño. Ella tendrá que saber que está ahí, entre los gruñidos y las quejas por recoger la toalla del suelo. Porque eso es lo que un hombre casado hace. Y que agradezca que, para el aniversario, la invite a comer a un restaurante que tenga en su nombre las palabras "Donde el..." o "La picá de...".

Pedro Picapiedra, de Los Picapiedras: Solidarizar con el más cercano
Desde la Edad de Piedra que los hombres intentan entender qué significa ser un buen marido. Pero en esa época era más fácil: Wilma, la esposa de Pedro, lo recibía todos los días con una brontohamburguesa y una casa radiante. Lo único que él tenía que hacer era no equivocarse en su rol de macho proveedor.


Pero si el rol de marido existe desde entonces, el rol de la mujer también. Y por más que se quedaran contentas en la casa, eso no las hacía menos demandantes. Había que sacarlas a pasear en el piedramóvil y ver una película proyectada por un dinosaurio.

Las mujeres saben lo que quieren y cómo conseguirlo. Y si las demandas son muchas, lo mejor es conseguir un aliado. Un vecino o un compañero de trabajo -o las dos cosas, como Pablo Mármol-, que también tenga una esposa que le pida constantemente cosas. Y si el cliché de que dos cabezas piensan mejor que una no es cierto, al menos, se hace menos tedioso escuchar los cotilleos de dos amigas cuando se puede hablar de autos y fútbol con otro hombre. Aunque sea uno al que su señora le quite la dignidad y la hombría apodándolo Cuchi-Cuchi.

Bob Harris, de Perdidos en Tokio: Buscar las respuestas afuera
No es que a Bill Murray Hollywood le quedara chico. Es que a su personaje, Bob Harris, ya no lo quieren ahí. No lo necesitan. Y como toda estrella que deja de brillar en esas coordenadas es un éxito desfasado en las latitudes opuestas, Harris aún es famoso en Japón. Tanto como para que le paguen US$ 2 millones para grabar un comercial de whisky, una excusa perfecta para hacer lo que mejor ha hecho en sus 25 años de matrimonio: no estar en su casa. La fama y después la costumbre le sirven de excusa para entender que, si quiere que un matrimonio dure, verse lo menos posible funciona. Evita peleas. Prolonga las etapas buenas y hace que casi ni se sientan las malas.

El trabajo siempre funciona. Incluso para olvidarse del cumpleaños de un hijo, lo que define aún más el rol de hombre ausente. Si no se va a estar, que se falte a todas las ocasiones importantes. Para que no queden dudas. Aunque la mujer intente que sea lo contrario. A Harris, por ejemplo, su señora le manda faxes y muestras con más de 10 tonos distintos -o iguales, según él- para escoger el color de una nueva alfombra. El le dice que confía en su buen gusto, que decida ella.

La clave es evitar cualquier tipo de contracto. Que echen de menos y que piensen que es el trabajo lo que los tiene tan ocupados. Pero lo que le quita el tiempo a Harris en Perdidos en Tokio es Scarlet Johansson, en el rol de una filósofa recién egresada que no sabe qué hacer, ni con su carrera ni con su vida. Ni con su marido que la deja tan sola como Harris a su señora. Salir del país no es suficiente: a veces, es necesario 1.63 metro de juventud blonda para valorar lo que se tiene. Para ver el lado positivo de los 25 años de matrimonio, a pesar de la crisis de mediana edad desfasada -Harris ya está en sus 50. Y si las conversaciones con esa tentación pasan a algo mayor -lo que ocurre en todas las versiones de este estereotipo-, la clave es huir también de ahí. Decirle una frase al oído que quizás ni ella entienda, pero dejarle claro que tiene una familia a la cual volver. Aunque sólo sea para huir de nuevo, cuando sienta que un correcto casado pasa el tiempo justo y necesario con su pareja como para no pelear con ella, lograr que lo extrañen y cuestionarse si, a fin de cuentas, serviría de algo dejarla. Quedarse afuera.

Jay Pritchett, de Modern Family: Ceder el control para tenerlo(o al menos creer eso)
A él le dicen de todo. Desde viejo verde, hasta que es el papá de su señora. Una confusión cada vez más común en una sociedad en la que, si un tipo mayor no está saliendo con una veinteañera, está con una mujer que quiere parecerse a una a punta de quirófano. Jay lo asume y sabe cómo manejarlo. Cómo tratar correctamente a una mujer con la mitad de la edad y el doble de encanto.

Lo primero, es tener claro el papel. No queda otra que acordarse del instinto paternal y comprarle de todo, llevarla a lugares y cerciorarse de que esté siempre bien. Aunque no se le entienda mucho lo que hable. Gloria es latina y eso, para Jay, es un plus: Gloria es joven y es latina. Lo mejor a lo que podría aspirar un hombre que es un tanto mal visto por sus pares, y el único trofeo realmente envidiable entre tipos que ya no se acuerdan de su crisis de mediana edad.

Una vez que se consigue una mujer exótica, hay que entender que viene con todo un paquete. Que a sus parientes muertos se les cocina, que no hay que burlarse de las comidas típicas y que la independencia de su país se celebra más que cualquier cumpleaños. Y que puede que todo esto lo invente sólo porque se enojó por un detalle. Jay sabe que es mejor hacer caso. No hay nada más peligroso que una mujer enojada. Y si es de otro país, quién sabe con qué costumbre desconocida puede vengarse.

Por eso, él acata. Y la escucha. Es la mejor manera que se le ocurre de evitar problemas y que ella se enoje. Pero el principal motivo para mantenerla contenta, para evitar que se encapriche, es que así se mantiene el statu quo de la relación. Y ese escenario es uno en el que Jay tiene más poder, porque sabe y monitorea todo lo que Gloria hace y deshace. Mal que mal, los padres siempre están enterados de dónde están sus hijos. Y eso, a él lo deja tranquilo. Gloria, obviamente, también prefiere que él piense eso.

William Munny, de The Unforgiven: Ser fiel a sí mismo.
Como buen forajido, Eastwood no obedece las reglas. Se las inventa. Y aunque la Iglesia le haya dicho que el matrimonio es hasta que la muerte los separe, en la película The Unforgiven él no hace caso: William Munny le es fiel a su esposa hasta después de muerta. Después de que se quedó solo a cargo de dos hijos y de que se dedica a criar cerdos, cuando antes solía matar a hombres como oficio. Pero a su mujer no le gustaba ese trabajo. Munny le promete dejarlo y, aunque la película se trate principalmente del recorrido hasta Big Whiskey, donde están los matones a los que todo un pueblo les teme -y de los que él, Morgan Freeman y Jaimz Woolvett son los únicos capaces de deshacerse-, Munny se retira. Da la vuelta. Se acuerda de que le prometió a su esposa dejar ese mal hábito y vuelve con sus cerdos. Porque, al fin y al cabo, Munny entiende que serle fiel a la pareja es serle fiel a él mismo. A su palabra.