"Si se le hubiera perdido el kindle, habría perdido una biblioteca. A mí sólo se me habría perdido un libro". Regañando amistosamente a su entrevistador, por dejar olvidado un lector electrónico, Roger Chartier (Lyon, 1945) aprovecha de ironizar sobre los desafíos de la lectura: mientras podría no ser gran cosa el eventual extravío del libro de papel que llevaba consigo esa mañana -su obra Cardenio entre Cervantes y Shakespeare-, el de un aparato capaz de almacenar cientos de textos suena más trágico.

De los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa a la historia de las obras literarias, este profesor del Collège de France es un clásico de la historia cultural. Y a través de Historia de la vida privada y El mundo como representación, entre otros, se ha hecho indispensable. Recientemente de vuelta en Chile, estuvo en el seminario Mineduc-UDP ¿Qué leer? ¿Cómo leer? y dictó en la Casa Central de la U. de Chile la conferencia ¿Qué es un libro? ¿Qué es leer?.

Las mutaciones revolucionarias que los soportes lectores viven hoy son un tema. Y Chartier, sin estampa de profeta, es de quienes interrogan la evidencia y la pone en perspectiva, como para recordarnos que ni las cosas ni las prácticas existen desde siempre.

En la U. de Chile, por ejemplo, recordó que "el desafío y la incertidumbre del porvenir se remiten a la capacidad del texto descuadernado del libro digital de superar la tendencia al derrame que lo caracteriza".

¿Cómo percibe este derrame?
En el mundo digital existe una continuidad textual que borra la inmediata diferencia entre géneros visible en periódicos, revistas, cartas, libros. Como consecuencia, hay una yuxtaposición de fragmentos no necesariamente referidos a la totalidad textual a la cual pertenecían. A partir de ahí, el libro como creación, como identidad intelectual y estética, se desmorona. La antigua percepción de una entidad textual coherente y lógica, incluso cuando no se leen todas sus páginas, es reemplazada por una serie de datos, de fragmentos desvinculados. De ahí la idea de los tablets de indicarle al lector si está al comienzo, a la mitad o en las últimas páginas del texto. De dar una cierta percepción de totalidad textual, sabiendo que el lector busca o recibe fragmentos derramados.

Y el lector, ¿abre mentalmente muchas ventanas?
Ante una lógica de cercanía temática, de palabras claves, de tópicos, una continuidad física como la del libro ya no importa. Las unidades textuales no son consideradas en su identidad, sino como un banco de datos que se puede organizar, recomponer, asociar. No es un juicio de valor ni digo que el mundo de Gutenberg era un paraíso y hoy estamos en el infierno. Digo que las posibilidades son inmensas y que el problema es identificar las formas de discontinuidad y las prácticas de la lectura. La relación entre posibilidades nuevas y características heredadas.

Vía revolucionaria
El coautor y coeditor de Historia de la lectura en el mundo occidental tiene un iPad, pero lo usa para los mails y no como e-reader. Y sólo eso revela de sus hábitos lectores. Los gestos y prácticas de los lectores de hace siglos, las marcas en los libros, las lecturas en voz alta, la relación con la materialidad de lo leído, le siguen interesando. También las formas y soportes de lo escrito.

Ud. ha recordado que las obras unitarias son una invención tardía en el desarrollo del libro. Que alguna vez la norma fue la miscelánea, un poco como hoy.

El libro es el resultado de una construcción histórica. A partir de la invención del códice, que reemplazó a los rollos de papiro, los textos que correspondían a esta unidad eran misceláneos. Un libro medieval, por ejemplo, no es una obra, sino una serie de textos que pueden tener relación entre sí porque el propietario del libro quería tenerlos juntos, pero que pueden ser de lenguas, fechas o autores muy diferentes. Entre los siglos XIV y XV, con Dante, con Boccaccio, empieza haber sólo una obra dentro de un tipo de encuadernación. Es una herencia que tal vez sea hoy desafiada por la tecnología digital. Evidentemente, un computador no corresponde a una obra, pero también es el resultado de una evolución histórica.

¿Cómo cotejar las actuales revoluciones lectoras con las del pasado?
A menudo se compara la revolución digital con la invención de la imprenta, en el siglo XV, lo que no me parece adecuado. Gutenberg inventó una nueva técnica para reproducir textos, pero su invención no transformó la forma del libro: antes y después estuvo compuesto por pliegos, hojas y páginas, definiendo gestos y prácticas de lectura que son los mismos desde los comienzos de la era cristiana. Ahora, ¿se debe comparar la revolución digital con la invención y la difusión del códice, que sustituyó a los rollos? Acá, es el soporte de los textos lo que cambia: no se puede hojear un objeto sin hojas, no se puede hacer índices para un libro sin páginas. Todo esto no puede existir sin la invención del códice. La técnica digital revoluciona al mismo tiempo el soporte de lo escrito, las relaciones con los textos y su inscripción y difusión. Por ende, ninguna comparación histórica supone una revolución semejante a la revolución digital, que propone nuevos soportes de lo escrito y nuevos modos de lectura.