“El día en que arruiné la Navidad, la casa de mis papás en las afueras de Buenos Aires, estaba tan linda como todos los años: un árbol lleno de colores, guirnaldas que decoraban cada rincón y la mesa dispuesta con servilletas y decoraciones de la temporada. Como era costumbre, mi mamá había empezado a cocinar días antes para hacer un banquete. Éramos siete en esa mesa: mi hermana, mi hermano, mis papás, una tía, mi abuela y yo, que en ese entonces vivía sola en la ciudad.

Antes de sentarnos, mi papá me hizo varias preguntas sobre un viaje que supuestamente había hecho días atrás a Córdoba a ver a Sol, una amiga con la que había estudiado en la universidad. Fui súper evasiva y le contesté en monosílabos por varias razones.

La primera: ese viaje a Córdoba no existía. Era una tapadera para encubrir mi verdadero destino: un viaje que hice a Tucumán para encontrarme con un tipo que había conocido unas semanas antes. La segunda: Adoro a mis papás, pero son muy conservadores. A pesar de que en ese entonces tenía 28 años y estaba soltera, no solía contarles de mis andanzas. La tercera: el tipo en cuestión era mucho más joven que yo; nos separaban siete años y eso, a mis ojos, convertía el romance en algo prohibido. Y la última: mis papás conocían perfectamente Córdoba, era la ciudad de mi mamá y donde ellos se conocieron. Cualquier cosa rara que yo dijera iba a despertar sospechas.

Traté de esquivar las preguntas de mi papá, que fueron varias: ¿Cómo está Sol? ¿Por dónde estuvieron? ¿Qué hicieron? ¿Qué comieron? Intenté responder tres estupideces para no errar y cambié rápidamente de tema.

Nos sentamos en la mesa y empezamos a comer todo lo que mi mamá había cocinado con tanto esmero. Todo iba bien: risas, villancicos de fondo y comida deliciosa. Hasta que mi hermana, que había sido mi cómplice y conocía todos los detalles, por alguna razón decidió volver a sacar el tema para hacerse la graciosa.

Lo arruinó todo con un: “¿Por qué no nos cuentas a todos cómo te fue en el paseo con Sol?”. Siguió insistiendo e insistiendo mientras yo me ponía cada vez más nerviosa. Traté de cortarla de raíz: “Me fue re bien, no jodas”. Pero ya era muy tarde, mi papá se había ofendido y le dijo a mi hermana: “¿No ves que no quiere contar nada? Como decimos acá, se armó un quilombo. Todos empezaron a discutir. Mi mamá trató de poner paños fríos. Dijo que basta de discusiones, que esta era la mesa de Navidad, pero luego se empezaron a pelear entre ellos.

Lo peor de todo fue que mi papá jamás se hubiera imaginado que le estaba mintiendo. No sospechaba realmente lo que pasaba; simplemente se molestó por mis respuestas. Pero decir la verdad no era una opción.

Además, nadie podía quitarme lo bien que lo había pasado con ese chico. A Javier lo conocí en un casamiento en otra ciudad a la que estábamos invitados con mi familia. Era una boda increíble, un lugar muy canchero. Él era amigo de la hermana de la novia, por eso estaba ahí. Me sacó a bailar y a mi hermana, un amigo suyo. A pesar de que él tenía 21 y yo 28, tuvimos un flechazo y terminamos en un after. Tiempo después él fue a Buenos Aires y se quedó en mi casa. Cuando semanas después me invitó a pasar unos días a su casa en Tucumán, no lo dudé. Se sentía como algo prohibido por el tema de la edad, pero lo pasamos increíble.

Finalmente, mi papá golpeó la mesa y se fue a dormir. Reté a mi hermana por abrir la boca pero ella se reía, sin entender mucho. Eran las 10 de la noche y ni siquiera habíamos terminado de comer. No sabía cómo remontar esa noche y me fui a mi pieza a llorar por lo ridículo de toda la discusión. Mi mamá se quedó lavando los platos, angustiada. Nadie entendía qué había pasado o cómo habíamos llegado a ese punto tan rápido.

Más tarde, mi mamá propuso que al menos comiéramos el postre. Abrimos unas reposeras en el jardín y nos instalamos ahí sin hacer mucho ruido, para no despertar a mi papá. ¿Qué hacemos con los regalos, se devuelven?, preguntó alguien. Y en ese momento pasamos del llanto a la risa incontrolable. Abrimos los regalos y los de mi papá quedaron ahí bajo el árbol. Abrimos una botella de champaña y brindamos. Fue una Navidad horrible, pero hasta el día de hoy con mi hermana nos acordamos de esa noche y nos baja la risa. Mi secreto sigue a salvo y no me arrepiento de nada”.