Margarita

Septiembre 2017

La última vez que Jorge intentó tener sexo conmigo, le pedí que usara un condón. Uno que llevara un texto de Jenny Holzer. Me miró desconcertado y luego se largó a reír. No me preguntó quién era Jenny Holzer. Estábamos echados sobre la cama, él desnudo y yo con mi camisa de dormir hasta las canillas. Jorge se levantó y desde su desnudez me miró. Su expresión era de absoluta confianza, imaginando, supongo, que su virilidad revertiría mi insurrección. Noté que las carnes de su estómago habían desaparecido. De alguna porción de su vida extrae el tiempo para ir al gimnasio. De la que me corresponde, sin lugar a dudas, porque cada vez lo veo menos. Me di la vuelta y me cubrí con la sábana hasta la punta de la cabeza. Mi cuerpo, a diferencia del suyo, crece y se desarma otro poco cada día, se pliega, se seca, se enrolla sobre sí mismo en cansadas texturas. Hay veces en que apenas lo reconozco como mío.

Doris

Abril 1948

Son las once y media de la mañana. A pesar de su levedad, Doris Dana tiene la impresión de que la carta sin abrir se hunde en la cubierta de su cama deshecha. El pito tenaz del vendedor de pescados y el repiqueteo de su carrito contra el empedrado resuenan en su cabeza. También los alaridos del afilador. ¡Se afiiiiiiiiilan cuchiiiiiiiillos y tijeeeeeeras! Se cubre los oídos con ambas manos y luego hunde las yemas de los dedos en su frente cansada. Es la tercera carta que recibe de Gabriela en cinco días. ¿O la cuarta? No necesita abrirla para saber que son palabras amargas. Se recuesta otra vez sobre la almohada. Le duele la cabeza. El dolor es persistente, también la necesidad de perderse, de llenar el cuarto de algo distinto a la voz de Gabriela Mistral. La escucha en sus sienes, un corazón, un golpeteo regular y gigante que lo abarca todo, que roba su espíritu y le deja una sensación de ninguna parte, de vacío, de pequeñez. Pero eso no puede decírselo. Sería acaso el fin. Aunque a la vez sabe que para Gabriela no hay fin. Sabe que puede hacer o decir lo que quiera y ella seguirá aferrada a ese «nosotros», como una ardilla vieja a la última avellana del parque. "¿Quiénes están contigo? ¿Dormiste bien? ¿Te acuerdas de tu pobrecito? ¿Dónde estás, qué haces, qué piensas, qué expresión tienen tus ojos, tu boca?". Recuerda el último beso de Aline la noche anterior. Se encontraron después de quince años en el salón de los Steeples. No logra recordar cómo llegó allí, pero sí tiene una imagen clara de la lámpara de araña que arrojaba sus destellos sobre las cabezas calvas de los caballeros y los rostros empolvados de sus mujeres. También recuerda a Aline, con su porte altivo, detenida entre un escalón y otro de la majestuosa escalera. Una de sus manos enguantadas sostenía en el aire un cigarrillo y con la otra se sujetaba a la baranda. Recordó a la hermana menor de Aline, Elizabeth, que había aparecido muerta en una residencia de caballeros cerca de la Universidad de Columbia hacía dos años. La familia pagó cuantiosas sumas a la prensa para mantener la desgracia oculta. Solo unos pocos se enteraron de la verdad. Tal vez por eso anoche se acercó a Aline después de tanto tiempo. Hay pocas cosas que le atraigan tanto como la proximidad de la muerte. De niñas jugaban juntas en la mansión de Moss Lots, en la casita de muñecas que el padre de Doris había construido para ella y sus hermanas en un recodo del parque. Aline había estado en Moss Lots la tarde en que, hacía más de veinte años, entraron al salón y hallaron al padre de las Dana sentado frente a la chimenea con una Colt M1911 en su sien. Su madre, de cuclillas frente a él, tenía las manos apoyadas sobre las rodillas. Ambos estaban borrachos. Su padre, sin soltar la pistola, movía el dorso hacia adelante y hacia atrás en un vaivén que parecía marcar el tiempo como el péndulo de un reloj. Las niñas se sentaron en el piso, contra la muralla, muy juntas. Al cabo de un par de horas Aline se quedó dormida. Doris y sus hermanas, en cambio, no cejaron en su vigilia. Mientras estuvieran ahí, su padre no apretaría el gatillo. Nunca las miró. Hasta que su brazo comenzó a temblar, también su barbilla, luego el cuerpo entero. Dejó caer la pistola, se echó hacia atrás y cerró los ojos. Habían transcurrido cuatro horas.

Elizabeth

Enero 1946

Amiga Kristina, ¿me creerías si te digo que lo logré? Pues ¡sí! Aquí estoy, a unas cuantas millas de las garras de Padre y Madre, de su mansión, de sus criados, de sus reglas. Me escapé una noche, cogí un bus en la estación de Mastic, subí mis tres maletas, y partí. Ahora vivo en Harlem, en un cuarto que le rento a una vieja llamada Joanna. Es dominicana. El edificio se cae a pedazos, y nunca sabes a cuál de los borrachos que viven aquí te vas a encontrar en las escaleras. Si al del segundo, al del cuarto, o al del quinto. En medio de esta mierda, el departamento de la vieja Joanna, aunque estropeado y sucio, es una tregua. La vieja no tiene dientes, es sorda y se pasa el día hablándole a una foto de Burt Lancaster mientras un transistor destripado rechina a su lado. Una tarde me dijo que había visto la muerte. Le pregunté cuál era su aspecto: «Espesa y deslavada como el humo de una locomotora», dijo. Al día siguiente uno de los borrachos amaneció muerto. Además de este lugar donde vivo, me ayudó a conseguir un trabajo de medio tiempo como camarera en un hotel cerca de Penn Station. Me pagan treinta centavos el día, así que apenas tengo dinero suficiente para comer, y de tan delgada que estoy he adquirido una apariencia trágica. Pero lo más importante, querida amiga, es que me inscribí como oyente en Barnard College. ¡Schiller, Beckett, Elliot! No te preocupes si no sabes de quiénes estoy hablando. Lo esencial es que son poetas, poetas de verdad, y que me duermo leyendo sus versos. Anoche subí a la azotea añorando ver la muerte como la vieja Joanna. A la muerte no la vi, pero te juro que las luces de los edificios palpitaban en la oscuridad y eran más brillantes, más misteriosas y más irreales que las estrellas.