Carmen Gloria Morgan (56), artista, en enero pasado le exigió a su marido que se fuera de la casa, después de 23 años de matrimonio. Carmen Gloria sabía que en cuanto su –a esas alturas ex marido– cruzara la puerta, tendría que hacer malabarismos para hacer cundir sus ingresos como pintora.

Mónica Torrealba (58), profesora, se fue de la casa hace tres años, con una maleta y un bolso, porque su marido –con quien estuvo casada 34 años y tuvo 3 hijos–, le dijo que si tenía tantas ganas de separarse se fuera ella.

Noelia (nombre cambiado) es ingeniera comercial y a los 58 años –hace seis– pidió un crédito hipotecario para comprar un departamentito. Fue su manera de terminar un matrimonio de 33 años que la tenía deprimida.

Su marido se negó a irse de la casa con piscina que compraron juntos. "Me llevé mi ropa y la tele. Fue el precio que pagué para empezar una nueva vida", dice hoy. En estos matrimonios no hubo violencia ni terceras personas que precipitaran la decisión. Todas eran familias que se veían armónicas, en las que el marido y la mujer ya llegaban, juntos, a los 60 años, la frontera donde comienza la tercera edad.

Envalentonarse

Carmen Gloria Morgan (56), pintora y ex alumna del Villa María, hizo un curso de Desarrollo Personal que puso en evidencia algo que, de un modo u otro, ya sabía: su matrimonio se había vuelto insostenible. "En la vida hay gente encantadora y gente pesada. Mi marido era jodido, un plomo. Me caía mal, lo encontraba fome. Y era pesado conmigo y con mis hijas, por eso me duele haber aguantado tanto. Todo lo que alguna vez tuvimos en común, se había perdido. Se me acabó el amor y me sentía profundamente aburrida y desmotivada", dice.

Los últimos cinco años, Carmen Gloria no quiso ir con él de vacaciones. "Me daba lata", resume. Prefería quedarse en Santiago, mientras él viajaba al sur a pescar con sus primos. El resto del tiempo, ella pintaba de noche, hasta muy tarde, mientras él veía tele o dormía. "Lo único que nos unía eran los perros. A mí me gusta recoger perros de la calle para cuidarlos. Y en eso, debo reconocer, él me acompañaba. Hacia afuera, éramos una pareja ejemplar, así nos veían, porque él no era pesado conmigo delante de los demás. Pero terminamos sin tener nada en común, salvo los perros".

Sin embargo, la decisión de separarse la ponía en jaque con su formación y valores. "A mí me inculcaron que el matrimonio es para toda la vida y yo ya tenía un divorcio anterior. Me había casado a los 19 años y de esa relación nacieron mis hijas. Por eso, me casé por segunda vez con el propósito de que durara para siempre. Pero duró 23 años y me dolió mucho fracasar otra vez. Pero un día dije: 'Tengo 55, estoy en una edad muy rica porque mis hijas ya son independientes. No merezco esto. Merezco vivir de mejor forma el último tercio de vida que me queda", dice. Y le pidió a su marido que se fuera de la casa de dos pisos en Providencia, que pertenece a la madre de Carmen Gloria, donde ahora ella vive sola, con seis perros.

"Como no tuvimos hijos juntos, sabía que no podría reclamar una compensación económica. Entonces, decidí apretarme: si casada manejaba un presupuesto de un millón y medio, tendría que aprender a vivir con la mitad", explica. Con pena despidió a su nana de 25 años, abandonó su curso de yoga y dejó de ir a la peluquería. Y se puso a buscar trabajo, porque le faltaban 160 mil para completar su presupuesto de pintora autosuficiente.

Pero encontrar trabajo, a su edad, no fue fácil. "Me acerqué al Metro y pregunté si podía vender boletos. Me hicieron una capacitación y quedé. Durante seis meses, ése fue mi trabajo, a pesar del estupor de mi familia, que me decía que eso no era para mí. Me encantó hacerlo, porque me envalentonó; me dio la confianza en mí, en que me la iba a poder, mi mayor temor".

Después de esa experiencia, Carmen Gloria cambió de estrategia, reorganizó su trabajo como pintora y amplió las tiendas a las que entrega sus cuadros. Así se las arregla ahora. "Lo que me gratifica es haber tomado las riendas de mi vida. Ahora hago lo que quiero", dice. Todos sus miedos previos a la separación quedaron atrás: el miedo a que el pasto se le secara, miedo a la falta de plata, miedo a la ropa mal planchada, miedo a las enfermedades. "Ahora tengo fe. Antes me infiltraba cada dos meses por un dolor insoportable en los codos y dejé de hacerlo porque es carísimo. Y desde que me separé me duelen mucho menos. Es como si alguien me dijera todos los días 'Confía'".

Hace poco, en un funeral, Carmen Gloria se reencontró con su primer pololo, el de los 15 años, un hippie de pelo largo que le cantaba canciones con guitarra por teléfono. "Ahora es un señor pelado, pero igual de maravilloso, y estamos saliendo", cuenta con entusiasmo.

Según la abogada Ximena Osorio, las mujeres que se separan después de varios años aguantan grandes niveles de envenenamiento, porque la familia les importa. Eso se rompe cuando los hijos se van de la casa y se dan cuenta de que no funcionan como pareja.

Más divorcios

En los últimos años los divorcios en ese tramo de edad han aumentado. Según cifras del Registro Civil, mientras en 2006 se divorciaron 1.112 mujeres mayores de 60 años, en 2009 lo hicieron 5.149. ¿Cómo se explica este aumento?

"No es que toda la población de 50 ó 60 años se esté divorciando. Desde que salió la ley de divorcio venía un taco de matrimonios que llevaban años separados de hecho y necesitaban regularizar su situación, entre ellos muchos matrimonios mayores", explica la jueza Claudia Reyes, del Segundo Juzgado de Familia. "Sin embargo, es innegable que cada vez más parejas de esa edad se atreven a divorciarse. En el caso de las mujeres –y esto es transversal en todas las edades– la decisión de divorcio se ve favorecida si trabajan y tienen independencia económica. En la generación de mujeres que hoy tiene entre 50 y 60 años, muchas no trabajaron y se dedicaron al cuidado de los hijos, circunstancia que los jueces consideramos a la hora de ver cómo se reparte el patrimonio, el asunto que ellas más las aflige", señala.

En Chile, las mujeres mayores de 60 años son 1.159.173, según el estudio 'Estadísticas sobre las personas mayores un análisis de género', publicado en 2008 por el Servicio Nacional del Adulto Mayor. El informe señala que las mujeres mayores tienen una esperanza de vida de casi 84 años, mientras la de los hombres llega a 80. Pertenecen a generaciones que no experimentaron la universalización de la educación en el país. Por eso, en 2008 sólo 13% de las mujeres mayores de 60 años eran económicamente activas.

La abogada de familia Verónica Waissbluth recibe en su estudio en la comuna de Las Condes a muchas mujeres de 50 o más años, con ganas de separarse, que quieren saber qué les correspondería en caso de hacerlo. Les interesa calcular qué parte del patrimonio les tocaría y qué compensación económica podrían obtener de su marido, argumentando que dedicaron la vida a cuidar de los hijos –razón por la que no trabajaron– y que ahora –ya mayores– difícilmente podrían ingresar al mercado laboral. "Algo está ocurriendo, sin duda, porque muchas mujeres de esa edad están consultando por el divorcio. Lejos, lo que más les preocupa es lo económico, porque los hijos ya son adultos y no tienen que pelear la tuición. En los casos en que se dan cuenta de que tras la separación no van a tener el mismo estándar de vida, muchas se echan para atrás. En mi experiencia, sólo las que están mejor cubiertas en términos económicos, siguen adelante", explica.

Verónica Waissbluth agrega una observación más: "Los móviles para separarse son transversales en todas las edades, en eso no hay diferencia. Los hombres, porque miraron para el lado. Las mujeres, porque se dieron cuenta de que no son felices y quieren otra oportunidad; ese argumento es muy femenino. Rara vez un hombre termina una convivencia de 30 años porque se siente íntimamente insatisfecho".

¿Por qué esperar tantos años para separarse de un hombre que no la hace feliz? Ximena Osorio, abogada y mediadora familiar, piensa que la respuesta está en los valores de la generación que hoy tiene 50 ó 60 años. "Son mujeres que se casaron de verdad para toda la vida y en su mapa mental no existía la figura del divorcio, que es muy reciente. Han aguantado niveles de envenenamiento enormes, porque la familia les importa. Pero cuando los hijos se van de la casa, esto se rompe y se dan cuenta de que como pareja no funcionan".

Ganas de pololear

En la consulta de la mediadora familiar Ana María Valenzuela, que tiene más de 20 años de experiencia en resolución de conflictos de pareja y familia, ha observado que la distancia emocional y física tiene una larga data en estas parejas. "Hay un abandono mutuo de la relación, un desgaste de muchos años que no han sabido remontar. Llevan a veces décadas viviendo bajo el mismo techo sin tener una buena vida de pareja", comenta.

Respecto a las mujeres, la mediadora ha observado que entre los 50 y 60 años se sienten más habilitadas a tomar una decisión así. "Es una edad de balances. Los hijos ya son adultos y dejan el hogar, y eso propicia que se miren a sí mismas y se pregunten cómo están viviendo su vida", dice. La especialista cuenta que cuando les pregunta a las mujeres de 55 o más años cómo se visualizan después del divorcio, muchas dicen que se ven trabajando, emprendiendo o estudiando. De hecho, este año se inscribieron 263 mujeres entre 51 y 70 años para rendir la PSU, casi el doble que hombres de esas mismas edades.

En 2007, Mónica Torrealba, entonces de 54 años, empezó a sentirse poco compensada en todos los aspectos de su vida. Había sido trasladada por trabajo aValparaíso –trabajaba en el Ministerio de Cultura–, por lo que pasaba cinco días en esa ciudad y los fines de semana en Santiago con su marido e hijos. "Al final del día, llegaba sola al departamento que compré en Viña y tenía demasiado tiempo para pensar. Empecé a hacer un balance y me di cuenta de que me sentía insatisfecha con mi vida. Esta distancia física por mi traslado, sólo había aumentado la enorme distancia emocional con mi marido. '¡Qué ganas de sentirme viva de nuevo!' '¡Qué ganas de enamorarme!', pensaba".

Con ese planteamiento llegó adonde su marido.

–Tengo ganas de pololear–, le dijo y él la miró extrañado.

–Como tú no quieres pololear conmigo ni yo contigo, creo que deberíamos separarnos.

Mónica llevaba 34 años de matrimonio y tenía 3 hijos. Había comenzado a pololear con su ex marido a los 16. Y, en apariencia, no tenían grandes conflictos. "Si yo no le pido la separación, él nunca se habría separado. ¿Para qué? Tenía una mujer que mantenía la casa organizada, que había criado bien a los niños que hoy son profesionales y que siempre trabajó y aportó al presupuesto familiar. Para él, que no tuviéramos una vida de pareja rica no era tema", dice.

Un tiempo después de la separación, apareció el amor que Mónica ansiaba. "Fue rico, me volví a sentir viva, pero al cabo de un año se terminó. ¿Por qué? Porque uno tiende a repetir las historias. No lo lamento, en todo caso. Yo no quería un nuevo marido. Quería un amor", dice.

Pero ahora, que acaba de salir el divorcio, Mónica ha comenzado a preocuparse de otro tema que se ha vuelto crucial: la parte económica. El divorcio la perjudicó, porque estaba casada con separación de bienes y la casa familiar estaba a nombre del marido. "No me dio nada, a pesar de que gracias a que yo aportaba con mi ingreso, él pudo pagar esa casa. En el fondo, estaba picado". La despidieron hace tres meses y tuvo que jubilarse anticipadamente. "Éste es quizás el revés de divorciarse siendo mayor y quedarse sola. Pero no me arrepiento. Soy una mujer activa que siempre se las ha arreglado. Ahora con mi hermana estamos haciendo un emprendimiento: un servicio de asistencia de adultos mayores. Cuando esto agarre vuelo, volveré a pensar en el amor", dice.

Sin embargo, sus hijos miran con cierta preocupación que su madre y su padre estén solos, justo cuando comienzan a envejecer. "Mi temor no es ahora, en que aún están activos, sino el futuro, cuando empiecen a enfermarse y ya no sean tan autovalentes. Me aflige pensar que pueda pasarles algo en la noche y no haya quién los ayude", dice Francisca Campos, la hija mayor de Mónica que es periodista y trabaja en el Programa del Adulto Mayor de la Universidad Católica. "Por mi trabajo tengo mucho contacto con personas mayores y tengo claro que en la vejez es mejor estar acompañado", dice. Ella y sus hermanos han estrechado vínculos con sus padres desde la separación. El menor, de hecho, vive aún con el padre, que tiene 64 años. "Sé que a él le va a costar irse de la casa, porque mi papá se quedará solo. Por eso, aunque respetamos que se divorciara, lo que más deseamos, es que cada uno encuentre a una pareja que los quiera y acompañe".

Hijos adultos

Cuando Noelia (64) les explicó a sus cuatro hijos que iba a separarse después de 33 años de matrimonio, sólo uno de ellos, José, pareció entender sus razones. "Mamá, elegiste vivir", comentó el más apegado de sus hijos cuando ella dijo que la causa de la depresión que sentía era el tedio y la lejanía con su marido. Pero los demás hijos –que nunca vieron a sus padres pelear– cuestionaron la decisión. "¿No estás muy vieja, mamá, para irte de la casa?", reclamó Claudia, la hija mayor. "Vieja no, me siento bien y muy activa, con ganas de hacer cosas, sobre todo ahora que he tomado la decisión", explicó Noelia, que es ingeniero comercial y trabaja como subgerente de recursos humanos.

"Si dices que no quieres al papá es que nunca lo has querido", le soltó otro de sus hijos. Y ella, firme, repuso: "Ten cuidado si piensas eso, el matrimonio hay que alimentarlo día a día, porque no es un derecho". A Noelia no se le hizo más fácil el divorcio porque sus hijos fueran adultos.

Ella había puesto mucho de su parte por revivir su matrimonio –"soy entusiasta, tengo poca capacidad de estacionarme en la pena"–, incluso convenció a su marido de ir a terapia de pareja. "Pensaba que así nos íbamos a salvar. Pero en la terapia surgió toda la rabia que yo tenía por una infidelidad que había ocurrido 20 años antes. Él, después de escucharme, se rió y dijo: 'Si eso pasó hace mucho tiempo…' Ahí se definió todo: si él hubiera reaccionado con sorpresa, diciendo que no se imaginaba que yo me sintiera así, podríamos haber seguido hablando. Pero cuando escuché la pachotada, sólo pude escuchar esa vocecita que me hablaba desde lo más profundo. Y se lo dije. Eso fue en 2002", relata Noelia. "Mi marido empezó a decir 'cuándo te vas a ir, siempre dices cosas y nunca las haces'. Pero yo no tomo decisiones a la rápida. Empecé a ver el tema de las platas, a buscar un lugar, a hablar con mis hijos", prosigue.

Cuando recién se cambió a un departamento que compró en verde, fue complicado. Los primeros seis meses no sintió que fuera su casa, llegaba de la oficina y se ponía a dar vueltas por la calle, no se hallaba. "La casa familiar era enorme, tenía dos patios, piscina y dos perros. Lo único que me llevé fue la tele de mi marido, porque la mía tenía más funciones y yo no sabía manejarla muy bien. Ni la loza me llevé, pero fui yo quien dejó todo en la casa, porque lo que quería era irme".

A un año y medio de firmar el divorcio de mutuo acuerdo, tras seis años de separación, Noelia ya ha hecho un postítulo en Sicología y ahora se va a inscribir en un curso de Inglés y otro de Literatura. Tiene ganas de hacer un emprendimiento con sus hijos. Podría haber hecho todas estas cosas hace años, pero estaba tan estancada y triste, que veía la vida negra", cuenta.

El ex marido de Noelia se acaba de volver a casar y ella está feliz. "Así no tengo que preocuparme de él, ahora tiene quien lo cuide", dice