“Después de la pandemia tenía unas ganas locas por viajar. Lo único que quería era agarrar mis maletas e irme a Barcelona, mi ciudad favorita en el mundo. Esperé que pasaran las restricciones del Covid, el uso de mascarillas y todas las limitaciones para comprar el pasaje. Cuando eso ocurrió, me sentí feliz, por fin podría salir del país. Pero por diversas razones, empecé a retrasar la compra del pasaje. Hoy creo que fue algo así como el destino: mi viaje era otro.
Por esos días, alguien muy cercano me habló de unos retiros en la mitad de la selva. Al principio no estaba convencida, pero después quise probar. Pensé que no perdería nada. Además, como amante de lo salvaje, ese escenario al menos en teoría, sonaba perfecto para mí. Así que me fui. Estuve en Tarapoto, una ciudad peruana de la región de San Martín, que se caracteriza por el bosque nuboso amazónico y sus abundantes palmeras. También es conocida por sus numerosas cascadas.
Pasé tres semanas en medio de ese paraíso. De ese tiempo, ocho días y ocho noches fueron en un retiro en medio de la selva en la reserva botánica de Alto Shilcayo. Ahí, en la inmensidad y el misterio del verde, estuve en mi tambo, una especie de choza con una hamaca, una cama con mosquitero y separado por un plástico. El flamante “baño”: un hoyo en el piso. No había ducha, pero si un río a pocos metros donde con un jarro nos podíamos hacer un aseo personal diario.
Reconozco que el momento en que iba al río, dos veces al día por el calor, eran los instantes en que más disfrutaba. No podíamos tener jabón, champú, pasta de dientes ni desodorante. Menos repelente ni insecticida. Estábamos en una reserva botánica y había que respetar la flora y la fauna.
La comida era sólo una vez al día, pues la idea era hacer una especie de semi ayuno, y lo que nos daban era arroz, con plátano verde cocido y salvado de trigo. Sin sal. Sin aliño. Mi imaginación pasó los últimos días creando maravillosos platos como pollo con papas fritas, asado, la lasaña de mi mamá o el charquicán de mi abuela. Pero a pesar de eso, y de que los días pasaban en una especie de “no tiempo” , yo me dejé llevar. Me levantaba con el sol y me acostaba al final del atardecer. Los insectos me llenaron de picadas, aún recuerdo los cototos en mis hombros y mis piernas, y mi pelea constante con los zancudos.
Todo esto puede sonar como un sacrificio, pero para mí ese estado de sobrevivencia, significó un cambio. El silencio de la selva me llevó adentro de mí y pude descubrir quien soy: una mujer que tiene un don. En ese espacio, para mí terapéutico, trabajé también la autoestima, la percepción espiritual y la flexibilidad en todo sentido. Hoy soy una mujer que va agradecida por la vida. Mi mayor aprendizaje, al estar en una situación de semi aislamiento en medio de la naturaleza salvaje, es que las respuestas están dentro mío.
Recién a mis 46 años, descubrí quien soy y fue una hermosa sorpresa”.