La primera semilla de esta historia la pusieron un par de fontaneros aficionados a los hongos que debían rescatar a una princesa de las garras de un lagarto mutante. El juego, lanzado en 1985, se titulaba Super Mario Bros, y cada vez que parecía llegar a su final, una callampa humanoide notificaba al jugador que la rehén se encontraba en otro castillo.

Han pasado más de 30 años desde entonces, y lo que era una industria incipiente y vanguardista se transformó en una todopoderosa, con muchos más actores que sólo la propia Nintendo, con Playstation de Sony y XBox de Microsoft entre las consolas más populares. Durante 2020, el mercado de los videojuegos fue avaluado en más de 149 mil millones de dólares, superando incluso a los del cine y del deporte estadounidense juntos.

Han crecido, también, las horas que los usuarios —en su mayoría menores de edad— dedican a los videojuegos. En Reino Unido, por ejemplo, se estima que estos ocupan 11,6 horas a la semana, mientras que son 8,6 en Francia y Alemania. En Latinoamérica, México y Brasil tienen los mayores índices, según el Global Consumer Survey: un tercio de los encuestados declara jugar de lunes a domingo por seis o más horas.

Y en China —uno de los mercados más importantes para la industria de los videojuegos— las cifras son tan elevadas que el gobierno decidió restringir su uso en menores de 18 años: entre otras cosas, impuso un “toque de queda” que va desde las 10 pm a las 8 am; y sólo podrán usar jugar en las consolas durante 90 minutos entre lunes y viernes, más 3 horas los fines de semana y vacaciones.

Las razones que entregan desde Beijing para su determinación están relacionadas a la afectación de la salud de niñas, niños y jóvenes. Un argumento que tomó mayor fuerza durante este fin de semana, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó la undécima Clasificación Internacional de Enfermedades (ICD-11), en la que por primera vez se incluye a la adicción a los videojuegos en la lista de desórdenes mentales.

Poco esfuerzo, recompensa rápida

Si bien en Chile no se cuenta con cifras ni existen centros públicos para su tratamiento —como en Inglaterra o China—, sí es posible encontrar algunos establecimientos privados que ofrecen terapias para la rehabilitación de quienes no pueden controlar el consumo videojuegos.

Paola Davanzo dirige un Programa de Adolescencia en el centro Nevería, donde ofrece un tratamiento específico para adictos a los videojuegos. La edad de los pacientes varía entre los 11 y los 25 años, y sus casos van desde los más leves hasta los graves, que es cuando a las horas y horas jugando frente a la pantalla se suma una especie de ludopatía. “Es como en el casino: pierden 200 mil pesos pero después apuestan 500 mil, pensando en que van a recuperar lo perdido. Y aunque no lo logran, siguen apostando”, comenta.

Según Davanzo, todos tenemos el potencial de ser adictos a los videojuegos. Así como nos enganchamos de repente a una serie en Netflix, y para detener los episodios que se reproducen uno tras otro “se requiere un acto de voluntad y de conciencia para decir ‘hasta aquí veo’”, con los videojuegos es parecido. Sin embargo, lo que los vuelve tan adictivos es que funcionan con un circuito de recompensas rápidas que se obtienen con muy poco esfuerzo.

“Los videojuegos son construidos con psicólogos y gente de marketing expertos en armar un circuito de recompensa, que es lo que te hace ser adicto”, dice la psicóloga clínica. “Por ejemplo el Candy Crush, que tiene muchos colores, una voz que te premia diciendo ‘nice’ (bien) y la forma en que desaparecen las figuras al juntarlas. Allí hay una recompensa constante, que es rápida y que requiere poco esfuerzo. Pero una vez que te engancha se arma un circuito en el que cada vez se te pide más tiempo, más esfuerzo, etcétera”.

Consecuencias

La OMS establece que la adicción se desarrolla en un proceso aproximado de 12 meses. El patrón de comportamiento de “juego persistente o recurrente” de videojuegos —online u offline— se manifiesta por un deterioro en el control de la frecuencia, la intensidad, la duración, la terminación y el contexto en el que se juega; por un incremento en la prioridad que se da al juego por sobre otros intereses de la vida diaria; y la continuación o incremento del juego a pesar de las consecuencias negativas que genera.

El riesgo de este patrón de comportamiento, que puede ser continuo o episódico, es que derive en cuadros de angustia o depresión. Además de “afectar la vida social y familiar, estos alteran los hábitos del sueño, provocan insomnio por pantallas, se pierden los hábitos de alimentación, de higiene corporal y mental, y se pueden llegar a perder las habilidades sociales”, dice Davanzo.

“Desde mi perspectiva, el riesgo más complejo es el exceso de tiempo que se pierde frente a una consola, que le resta oportunidades a otras actividades básicas para el desarrollo de habilidades cruciales para el crecimiento, como la actividad física, jugar al aire libre, hacer amigos reales en situaciones reales, leer, tener responsabilidades domésticas o dormir lo necesario, entre otras”, expone María Soledad Garcés, directora de Convivencia Digital, una fundación que busca educar a padres, niños y niñas, y profesores en el uso de tecnología digital.

Para Garcés, el problema radica en que no es hasta los 25 años que el cerebro cuenta con la madurez suficiente para autorregularse ante conductas que pueden derivar en trastornos o patologías. En este caso, el exceso de estímulos digitales de los videojuegos funcionan como gancho, que “activa el circuito de gratificación cerebral y elevan la capacidad de sentir placer y sobreexcitación muy por sobre los niveles que produce comer algo dulce o pasar un buen momento con amigos”. Luego, al momento de desconectar la consola, “el cerebro deja de recibir esos estímulos y empieza a buscar la manera de recuperar rápidamente el placer y la sobreexcitación”.

La irritabilidad, los síntomas de ansiedad o el decaimiento son parte de lo que se conoce como síndrome de abstinencia o craving, que es lo que se produce cuando una persona no puede satisfacer su adicción.

Cuando una persona pasa largas horas conectada a una consola, esta se mantiene en estado de alerta y estrés, por lo que el cuerpo “le lanza azúcar al torrente sanguíneo para estar dispuesto a reaccionar en caso de emergencia, ya que no diferencia si la situación de alerta que propone el videojuego es ficticia o real”, dice Garcés. Y al tratarse de una actividad que no involucra ejercicio físico ni movimientos, “no hay espacio para gastar esa adrenalina acumulada en los músculos, lo que gatilla un desorden en los niveles de azúcar en la sangre pudiendo incluso provocar diabetes”.

El rol parental

En plena era digital, los videojuegos han conseguido un nuevo estatus de la mano de los e-sports o deportes electrónicos, una industria de competencias a nivel profesional que en 2021 reportó más de 947 millones de dólares en ingresos. Se espera que para 2024 estos superen los 1.600 millones.

No es de extrañar, entonces, que un niño, niña o adolescente sueñe con transformarse en un gamer profesional o en un youtuber dedicado a los videojuegos. Sin embargo, para la directora de Convivencia Digital hay un límite entre un profesional y un adicto. “Los gamers profesionales entrenan en espacios controlados, con horarios y condiciones que frenan la aparición de trastornos psicológicos, los que por cierto tienen todos las profesionales. Lo preocupante es cuando tenemos adolescentes que a las horas de juego le suman otras horas más a ver tutoriales en Twitch, a sesiones de entrenamiento, a compartir videos en Youtube con sus hazañas y otras acciones que hacen que el mundo fuera de línea sea mínimo. En muchos casos no son adictos, pero sí personas muy incapaces de regular sus impulsos y gestionar de buena manera sus emociones”.

Lo apropiado, según Garcés, es que los padres conozcan el impacto que tienen los videojuegos para el desarrollo de una crianza positiva. “Ojalá lo más libre de pantallas en la primera infancia”l dice, para que el cerebro no se vea afectado durante su desarrollo. Y más grandes, conviene enseñarles la “importancia que tiene el mundo digital hoy, pero cuyos beneficios solo tecnologías los podrán aprovechar en unos años más si han logrado antes un desarrollo pleno en la infancia”.

Para ello propone llegar a acuerdos con las familias de los compañeros y compañeras de curso para que se retrase el uso de las consolas y juegos en línea, además de poner reglas básicas para el uso “de vez en cuando” y en tiempos acotados, y “evitar la evitar la negociación con los hijos respecto al uso de tecnologías que son nocivas para su desarrollo”.

Un buen sitio de orientación es el que ofrece el Pan European Game Information (PEGI), una organización que clasifica por edad a los diversos títulos de videojuego, de manera que los padres se puedan hacer una idea sobre si estos son adecuados para sus hijos e hijas.

Paola Davanzo está de acuerdo con regular el uso de los videojuegos. Aunque llama a ser realistas: “Los niños y adolescentes a todo nivel están súper expuestos a las pantallas. Mis pacientes que no tienen celular reclaman mucho que los papás les compren luego uno y les abran una cuenta en Instagram y Tik Tok. Lo mismo los que no tienen Netflix. Entonces, una cosa es el ideal y otra la realidad”. Además, en muchas ocasiones los juegos en línea son un espacio de socialización en los que se conectan, conversan y comparten junto a sus amigos. “No se puede demonizar todo, porque de lo contrario se les puede hacer un daño en sus habilidades competitivas”, arguye.

Por eso no hay que fijarse solo en la cantidad de tiempo dedicado sino en su calidad. “Si un adolescente va a clases, hace sus tareas, come a sus horas, duerme lo suficiente y entre medio del día juega dos horas, no lo consideraría una adicción”. Un punto clave, agrega, es la actividad física: “Es necesario que en algún momento del día el cuerpo se ejercite, que salga y respire. No puede quedarse encerrado toda la jornada”.

El espacio físico en el que juegan también es un punto relevante, de acuerdo a la psicóloga clínica. “Si están encerrados en la pieza, con las cortinas cerradas y a oscuras durante muchas horas del día, tiene o va camino a una adicción. En cambio, si es alguien que juega play en el living, con el hermano o hermana, durante dos horas, no me parece de por sí negativo”.

Davanzo sostiene que es común que dadas las inseguridades propias de la edad, sumado al ensimismamiento y la ansiedad social que nos acarreó la pandemia, los adolescentes se refugien en los videojuegos. No obstante, es pertinente observar su comportamiento: “si se manifiestan cambios de ánimo o personalidad, si se vuelven demasiado ensimismados, tímidos o monotemáticos porque no tienen otro interés diferente a los videojuegos, o si prefiere quedarse encerrado que ver a los amigos en la plaza, ahí hay varios indicadores negativos”.

María Soledad Garcés recomienda a los padres conversar directamente con sus hijos e hijas para explicarles de qué manera los estímulos digitales de los videojuegos afectan el funcionamiento cerebral y, a su vez, “pedirles a ellos que expliquen con sus palabras los efectos de los videojuegos en su cerebro y den ejemplos de hábitos digitales saludables”.

Al igual que el alcoholismo o la drogadicción, la adicción a los videojuegos no tiene una causa única. La depresión, la ansiedad o el síndrome por déficit atencional pueden llevar a este tipo de conductas. Por lo mismo, Davanzo sostiene que, una vez tratada la adicción, se debe poner foco en lo que se esconde detrás de ella.