La causa más directa (aunque fuese más bien un síntoma) del estallido social de octubre de 2019 fue la decisión de un órgano técnico de la Administración del Estado. La Ley 20.378 aprobada por el Congreso el año 2009 estableció un mecanismo de subsidio al transporte público, pero para proteger al sistema de sucesivos déficits fiscales, le entregó el poder de fijar la tarifa a un Panel de Expertos independiente del Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones.

La historia de octubre ya la sabemos. El Panel decidió subir la tarifa, a pesar de las dudas de la ministra de la época y la ciudadanía hizo sentir su rabia. Para resolver el problema de la tarifa, pero no la crisis social desencadenada, el Presidente logró rápidamente reformar la ley para volver a asumir la responsabilidad final sobre los precios del transporte.

El caso ilustra que la decisión de crear organismos técnicos en la Administración Pública aislados de la influencia política es una decisión muy compleja, que puede generar más costos que beneficios. Es compleja en varios sentidos. Primero, es necesario establecer mecanismos efectivos para aislar la influencia política sobre el organismo. Segundo, es necesario identificar con claridad un ámbito de competencia donde resulta más adecuado aislar el proceso de toma de decisiones de la dinámica política, tanto por la calidad técnica de las decisiones como por la asignación de responsabilidad a un ente separado de la función de gobierno. Tercero, no es fácil organizar de la noche a la mañana una burocracia técnica e independiente en ámbitos donde no existe una especialización profesional clara. Cuarto, es necesario tener en consideración el déficit de legitimación democrática que se genera con la proliferación de poderes de decisión tecnocráticos que son relativamente insensibles a las demandas ciudadanas expresadas a través del proceso electoral y los órganos de representación política.

En una columna reciente, Raúl Letelier aplaude la decisión de la Convención Constitucional de crear varios órganos autónomos en el nuevo texto fundamental. Él lo ve como un camino hacia un Estado administrativo más eficiente y profesional. Pero del borrador de nueva constitución es difícil ver un sistema coherente y racional de órganos autónomos de la Administración. Más aún, la regulación de esos órganos tiene varias imprecisiones y vacíos que es imperativo subsanar.

En algunos ámbitos, el borrador mantiene la tradición constitucional chilena con regulaciones que ya están asentadas en nuestros sistema jurídico, como ocurre con el caso del Banco Central y la Contraloría General de la República. Pero el borrador va mucho más allá, pues es quizás el texto constitucional más prolífico que haya existido nunca en crear órganos constitucionales. En varios de ellos, sin embargo, el texto no define su mecanismo de nombramiento, que es el dispositivo más importante para garantizar autonomía de la política, ni define con claridad su ámbito de competencia, que es lo que justifica la necesidad de su creación y orientación técnica.

En consecuencia, no queda del todo claro en qué medida la regulación de las autonomías constitucionales por sí sola representa un compromiso constitucional claro con una administración pública técnica, en ámbitos claramente demarcados, donde la justificación de la prescindencia política es robusta. Por último, uno se debería preguntar si la proliferación de estos órganos no podría contribuir a profundizar la enorme brecha que existe entre la ciudadanía y los canales institucionales de representación democrática, que ha sido quizás el principal factor detrás de la crisis política de los últimos años.

Diego Gil

Escuela de Gobierno, Pontificia Universidad Católica de Chile

Guillermo Jiménez

Facultad de Derecho, Universidad Adolfo Ibáñez

Samuel Tschorne

Facultad de Derecho, Universidad Adolfo Ibáñez