Nada más revelador que esta última semana de la dinámica que puede llevar a un gobierno sensato y bien evaluado a exponerse hasta quedar al borde. Al borde del precipicio. Después de la nominación de su hermano Pablo como embajador en Argentina, esta es la segunda vez que una designación atribuible básicamente al Presidente tiene que ser abortada por culpa de la resistencia que genera. En esa oportunidad fue la del mundo político; en esta ocasión, el rechazo provino del mundo de la cultura. En uno y otro caso, un mínimo sondeo entre gente informada habría ahorrado el traspié. Es bueno medir un poco la temperatura de la piscina antes de saltar al agua. Aquí no se tuvo ese resguardo y el país quedó hablando de temas del pasado que, aparte de incomodar a la derecha, porque simplemente no los tiene bien resueltos, son los que el espectro opositor necesita para unirse en el único tema que lo pone de acuerdo. Para La Moneda es el peor de los escenarios. El efecto es, además, muy corrosivo, porque el episodio ha terminado restándoles visibilidad a las numerosas iniciativas en que el Ejecutivo venía trabajando en muy distintos frentes, incluso a una velocidad que la agenda pública simplemente estaba teniendo serias dificultades en procesar.
Al final, el remedio del ajuste ministerial fue peor que la enfermedad. Es fácil decirlo así, con el diario del lunes, como dicen los comentaristas deportivos. Pero es difícil no convenir que era un riesgo designar en Cultura a un ministro que, más allá de lo que pueda opinar sobre el Museo de la Memoria y más allá de ser un converso, en realidad un renegado para cierta izquierda, carecía de contactos, de lealtades y redes de apoyo en el sector, sector que, por lo demás, es posiblemente el más matriculado de todos con la defensa incondicional e irrestricta de los derechos humanos. Fue la conjunción de estos factores -sus opiniones, su falta de empatía con las tribus locales de la cultura- lo que terminó sellando su suerte. El desenlace tiene algo de escarnio: un personaje que fue víctima de la dictadura, porque eso es lo que el exministro fue, acaba acusado de no respetar los derechos humanos. Obviamente, hay ahí algo que no cuadra. El error no es suyo. Es del gobierno, que en este frente, en el de la cultura, sea por indolencia o por ignorancia, se mueve sin conocer sus códigos de conducta y con inseguridades de amateur.
El debate abierto a raíz de lo ocurrido no es descaminado. Al revés, es muy pertinente. El gran problema es que para el gobierno no es oportuno, atendida la inminencia de los meses de septiembre y octubre, con toda su carga de efemérides, mártires y aniversarios. La discusión por supuesto es política. La izquierda ve un supuesto negacionismo en las filas oficialistas, no obstante que si en algo ha evolucionado la sensibilidad de la derecha es justo en este plano; y, por su parte, la derecha más dura acusa a la izquierda de intolerancia por no aceptar que alguien pueda tener interpretaciones distintas de las suyas acerca de lo que ocurrió en Chile antes y después del derrumbe del sistema democrático. La verdad es que nadie -sí, nadie relevante, salvo gente muy desquiciada- niega que el respeto a los derechos humanos sea la base desde la cual haya que construir o levantar el sistema político. Las dudas, los matices, vienen después. Para la izquierda, en este ámbito no cabe ningún matiz o duda que justifique o relativice las violaciones. Y la derecha, aceptando ahora esa premisa, cree que el análisis de los contextos puede llegar a explicar o a entender mejor, sin rebajar su gravedad, el porqué esas violaciones se produjeron.
¿Es esto, rechazo incondicional y a todo evento, por una parte, y rechazo incondicional, aunque mirando los contextos, por la otra, lo que gatilla la discusión? Se diría que no, que la cosa no va por ahí. Porque, en lo básico, hay acuerdo: la divergencia está solo en la cola. Donde el tema sí se encrespa y se vuelve inmanejable para la derecha es en el plano de la experiencia política y jurídica mundial. ¿Por qué razón? Básicamente, porque siendo los derechos humanos una dimensión de la humanidad que dictaduras tanto de izquierda como de derecha han aplastado por igual, a la derecha le parece raro que hoy los únicos reos por estas causas provengan de su lado y que el mundo no haya tenido problema alguno en dar vuelta beatíficamente la página en el caso de los socialismos reales, que se vinieron abajo no obstante haber sido verdaderas máquinas totalitarias de violencia opresora. También le parece un escándalo que sea imposible sacarle a la izquierda una palabra de condena a las violaciones a los DD.HH. que siguen ocurriendo en Venezuela, Corea o Nicaragua.
Está claro que el gobierno jamás podrá resolver o contener estas divergencias, desconfianzas y decepciones. La única manera que tiene de salir de este campo minado es reafirmando su compromiso con los derechos humanos, que es lo que ha estado haciendo. También tendrá que prepararse para las conmemoraciones que vienen. Sin embargo, más allá de estas incidencias, y de las que sigue planteando el cuestionamiento DC a uno de los subsecretarios de Salud, deberá intentar recuperar el control de la agenda, que a ojos vista se le fue de las manos. ¿Cómo lograrlo? Pues volviendo a lo que es suyo, los acuerdos, la clase media, a la economía, a la seguridad. Y también, controlando la ansiedad. Hundir el acelerador del país no significa anunciar cuatro iniciativas legales ni generar tres programas sociales a la semana. Significa tener claridad en el rumbo y no desperdigar esfuerzos en polémicas curiosas, pero que a la postre son anecdóticas.
Vienen para La Moneda momentos que serán la hora de la verdad: pensiones, impuestos y varias otras iniciativas llamadas a mover las agujas de lo que debiera ser Chile en los próximos 10 años. Y, tal como están las cosas, quizás septiembre no sea la mejor temporada para salir al ruedo.