Columna de Marcos Barraza: A 50 años del Golpe, la derecha sigue justificándolo

Después de su victoria en 1970, Allende fue derrocado por un golpe de Estado apoyado por EE.UU. AFP

En muchas de las opiniones emitidas por dirigentes de derecha, más que un análisis o una contribución a la reflexión que la memoria de estos hechos luctuosos requiere, se pretende una vez más culpar al Partido Comunista de una actitud hegemónica dentro del gobierno y, a la vez, insinuar que se pueden repudiar las violaciones de derechos humanos cometidas por la dictadura sin condenar el golpe de Estado que les dio origen.


*El autor es exministro de Desarrollo Social y miembro de la Comisión Política del PC.

En los últimos días, se ha intensificado la discusión pública en torno a la conmemoración del golpe de Estado civil militar que, hace cincuenta años, terminó mediante la violencia con el sistema democrático chileno.

En muchas de las opiniones emitidas por dirigentes de derecha, más que un análisis o una contribución a la reflexión que la memoria de estos hechos luctuosos requiere, se pretende una vez más culpar al Partido Comunista de una actitud hegemónica dentro del gobierno y, a la vez, insinuar que se pueden repudiar las violaciones de derechos humanos cometidas por la dictadura sin condenar el golpe de Estado que les dio origen. Esto equivale a decir, en un claro desprecio por la democracia, que ante cualquier crisis política o conflicto social resulta válido que un sector determinado haga uso de la violencia y rompa las reglas del juego democrático, como si eso no violara la soberanía popular y el derecho del pueblo a elegir el camino que desea seguir para solucionar los problemas que enfrenta, derecho de autogobierno que forma la esencia de la democracia y constituye uno de los principales derechos humanos.

Un hipotético golpe incruento sería, si siguiéramos esa lógica, un perfecto ejercicio de la democracia. Por lo demás, esa postura, evidentemente antidemocrática, no se compadece con los hechos históricos. En Chile no hubo un golpe que derivara después, casi de manera casual, en una dictadura genocida, sino que hubo un ejercicio de la violencia permanente, que se inició aun antes del 11 de septiembre con crímenes como el que terminó con la vida del General Schneider, solo por dar un ejemplo.

El día del golpe, después del bombardeo de la Casa de Gobierno, los sediciosos que pasaron a ocupar el poder iniciaron de inmediato un proceso de detenciones y ejecuciones masivas, incluyendo a colaboradores del presidente Allende, como Enrique París Roa, Arsenio Poupin y Claudio Jimeno, entre otros, quienes fueron detenidos después de salir de La Moneda portando una bandera blanca para posteriormente hacerlos desaparecer; al artista Víctor Jara, detenido en la Universidad Técnica del Estado, su lugar de trabajo, llevado al Estadio Chile y posteriormente asesinado y abandonado en la calle; y a muchas otras personas que sufrieron la misma suerte.

La dictadura en Chile tuvo desde el primer momento un ánimo de refundación y, por eso mismo, actuó con la decisión de eliminar a quienes sus líderes civiles y militares consideraron un enemigo interno. Ese enemigo no era otro que un sector completo del país que apoyaba a la Unidad Popular y su programa. En efecto, el gobierno de Allende respondía a un amplio movimiento popular y había obtenido tanto legitimidad social como electoral, con un apoyo creciente en todos los comicios que debió enfrentar. Su objetivo era avanzar hacia la justicia social y la dignidad personal de todos los chilenos y chilenas, como expresión de las luchas históricas que el pueblo chileno había dado en esa dirección.

Con el gobierno de la Unidad Popular, los abandonados de siempre se hicieron visibles y empezaron a entender que podían gozar de los derechos que ofrece un país más igualitario. Se implementaron políticas habitacionales, se nacionalizó el cobre, se obtuvieron importantes logros en políticas salariales, se protegió de mejor manera a la niñez, como se puede ejemplificar con el medio litro de leche diario que se aseguró para su alimentación.

Sin embargo, un proceso de este tipo afectaba los intereses de las élites económicas chilenas, aliadas con el capital trasnacional y con el gobierno de los Estados Unidos. El asedio al gobierno popular fue implacable. El financiamiento norteamericano para causar inestabilidad e incitar el golpe está acreditado por investigaciones efectuadas en ese mismo país y por documentos secretos recientemente liberados. El golpe, ejecutado con cobardía contra un pueblo desarmado y violentando toda la legalidad vigente, fue la culminación de este proceso. Y las violaciones de derechos humanos subsecuentes formaron parte desde el principio de los propósitos de quienes lo perpetraron.

Es perfectamente válida la discusión histórica sobre el papel que desempeñó cada actor político en la época y sobre las causas que provocaron un desenlace trágico para una época de tantas esperanzas; sin embargo, ese debate no puede obnubilar el deber ético de condenar a quienes decidieron poner fin a la democracia y después protagonizaron una dictadura genocida que duró 17 años y aún extiende su herencia hasta nuestros días. Lo contrario sería negacionismo.

Esta conmemoración pertenece a todos los chilenos, pero su objetivo no es olvidar un crimen que afectó al corazón de nuestro pueblo, sino justamente fijarlo en la memoria para que nunca más nadie se levante contra sus propios compatriotas. En eso el gobierno no tiene dos posturas y no es necesario ser comunista para entenderlo.

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