La fábrica de sueños cumple un siglo

En diciembre de 1913, Cecil B. DeMille rodó el primer largometraje de Hollywood, naciente industria que no tardó en consolidar su hegemonía a nivel planetario. El cine facturado en los estudios de Los Angeles se convirtió en la influencia cultural más poderosa del siglo XX: definió modelos de belleza, moda y patrones de conducta.




Perdonando la obviedad, las célebres letras blancas en las colinas de Hollywood -donde alguna vez se leyó "Hollywoodland"- no siempre estuvieron ahí. Hizo falta, en primer lugar, que California se convirtiera en la casa de la incipiente industria fílmica, que hacia 1910 no tenía hogar muy estable en EE.UU. En esa dirección, el hito decisivo se produjo hace exactos 100 años.

Cuenta el saber adquirido que en diciembre de 1910 el futuro fundador de Paramount Jesse L. Lasky y el dramaturgo de Broadway Cecil B. DeMille llegaron hasta un granero ubicado en el 6824 de la Selma Avenue, en el distrito angelino de Hollywood. Venían de Nueva York, arrendaron el lugar y pronto comenzaron a trabajar en The squaw man, un western de 74 minutos basado en una obra teatral. Aunque un año antes ya se había hecho por ahí cerca una cinta que duró algo menos de una hora (Custer's last fight, de Francis Ford), lo que quedó para la historia es que este filme estrenado con gran éxito en 1914 marcó, propiamente, el nacimiento de Hollywood.

Así al menos lo consideran hoy a ambos lados del Atlántico. En Hollywood mismo, el Egyptian Theatre está celebrando con la exhibición de célebres filmes de DeMille, quien se convertiría en uno de los grandes digitadores del espectáculo industrial (Los 10 mandamientos, Sansón y Dalila). En París, por otro lado, se publicó Il était une fois Hollywood, con prólogo de Michel Hazanavicius, cineasta francés oscarizado por El artista (2011).

Para que, en un mismo lugar, llegara a afincarse un método de producción de películas en línea, debían converger varios factores. Por de pronto, California ganaba en el último tramo del XIX fama de lugar deseable para instalarse, sin importar de qué tan lejos se viniera. Por la cantidad insuperable de días soleados en el año, por la variedad de climas, por las posibilidades de hacer negocio en lo que fuera. He ahí buenas razones para llamar la atención del naciente cine de EE.UU., que en la primera década del 900 palidecía al lado del europeo, especialmente el francés, tanto en producción como en distribución. Pero había más.

Cuenta Eileen Bowser en The transformation of Cinema 1907-1915 que en 1909 los grandes centros fílmicos de EE.UU. eran Nueva York, Chicago y los suburbios de ambas. Pero cuando llegaba el invierno, había que desplazarse a los estados del sur para seguir rodando cintas que normalmente eran de un rollo y no duraban más de 10 minutos (por entonces llamaban "feature film", o largometraje, a las películas de dos rollos). Así, prosigue la historiadora, "la idea de andar pululando por Estados Unidos para hacer películas probablemente no pareció natural", sin perjuicio de que algunos estudios instalaran sucursales.

Las compañías establecidas convivían por entonces con un cine independiente que muchas veces era perseguido por conflictos de marcas y patentes: empresarios como Thomas Alva Edison (el de la ampolleta) denunciaron el no pago de derechos por uso de material técnico y varios eran los que todo el tiempo debían burlar esta persecución. Por ello, la idea de migrar a un lugar lejano de Chicago y Nueva York pareció del todo razonable. Algunos probaron en Arizona y todavía en 1915 había un polo de cierto tamaño en Jacksonville, Florida. Pero las señales indicaban hacia un distrito que sólo en 1903 se había convertido en municipio y que se rodeaba de todas las locaciones naturales que un cineasta pudiese desear.

En 1909 había ya tres compañías instaladas en Los Angeles y dos años más tarde, según Bowser, "se había hecho evidente que la ciudad y sus alrededores serían un centro fílmico permanente". En tanto, ya en 1910 David W. Griffith dirigía In old California, una cinta de dos rollos que califica como la primera producción hollywoodense. El propio realizador se despachó 98 cortos más el mismo año, pero, más importante aún, definiría las pautas de la gramática clásica en largometrajes tan señeros como El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916). Tanto los dictados del cine de género como la prevalencia del star system han pasado por el filtro de las oficinas y sets donde estas películas se hicieron. Desde la década de 1920, el éxito y la ubicuidad globales de los productos hollywoodenses hicieron incluso imposible hablar de industrias nacionales de cine sin considerar este factor.

Referente, modelo, faro de una cultura de masas que ya se afirma internacionalmente entrado el siglo, el influjo hollywoodense en los patrones de belleza, el vestuario, los vicios o los juegos infantiles sugiere bastante acerca de su rol. La más importante y redituable industria estadounidense de la cultura -o del entertainment- ha sido también una exportadora de contenidos ideológicos y de pautas de conducta. En el caso local, como plantea Fernando Purcell en su libro ¡De película!, fue ante todo Hollywood el que "sentó las bases del proceso de 'norteamericanización' de una serie de aspectos de la cultura chilena que afectaron, entre otros ámbitos, el de la identidad".

Nunca se entenderá muy bien, plantea por último Héctor Soto, "cómo a partir de ingredientes que no eran muy buenos -gente más bien rústica, una industria organizada para la producción en cadena, alta dosis de codicia y fuerte tendencia a las prácticas monopólicas-, lo que de allí salió fue excepcional. Por su riqueza, por su variedad, por su autocontrol, por la originalidad de sus códigos, el cine que Hollywood produjo entre los años 1930 y 1980 está entre las cumbres culturales del siglo XX". Eso sí, sentencia que "la hora de Hollywood ya pasó".

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