Columna de Daniel Matamala: Silencio

Bachelet en el tanque


En nuestras sociedades, aquejadas por lo que el filósofo Peter Sloterdijk llama “nerviosismo crónico”, los políticos están más crónicamente nerviosos que nadie.

Es que el ciclo de noticias se acelera hasta el vértigo, y la confrontación parece ser la única moneda de cambio aceptable en el mercado de las redes sociales. Y los políticos entienden que para sobrevivir deben subirse a una montaña rusa de sobreexposición constante, a un reality show 24/7.

Lo importante es estar siempre en la pelea, dando o recibiendo golpes, qué importa. En este ring perpetuo, cada hora es un round en que hay que noquear a algún enemigo, de un golpe de ingenio y agresividad.

Los temporales de esta semana son una buena muestra de cómo funciona -y de los extremos ridículos a los que llega- esta compulsión de nuestros políticos.

Un sistema frontal es un escenario en que ellos tienen poco y nada que decir. Los protagonistas deberían ser los ciudadanos que sufren las consecuencias, los expertos que explican lo que está sucediendo, y las autoridades que implementan medidas de prevención, mitigación y auxilio.

Para los políticos, esto es una pesadilla. Por un par de días, los focos se alejan de ellos. ¿Qué hacer? ¿Cómo lidiar con su nerviosismo crónico, convertido en un síndrome de privación de las luces, las cámaras, las pequeñas peleas cotidianas y los likes de los que -según ellos creen- dependen su carrera y su autoestima?

Los políticos que trabajan en el gobierno juegan con ventaja. Desde un ministerio o una subsecretaría, tienen un trabajo real que hacer y acciones concretas que comunicar.

Quienes son alcaldes también pueden aparecer en terreno, liderando acciones en ayuda de las personas, aunque (¡ay!) los límites de su municipio les parecen demasiado estrechos a quienes se han prometido a sí mismos horizontes más gloriosos.

Peor es el panorama para senadores y diputados, cuya esfera de acción se limita a acompañar a sus electores, haciendo de intermediarios de buena fe en las gestiones con quienes realmente pueden ayudarlos.

Conscientes de lo magro de su protagonismo, los congresistas suelen suplementarlo presentando proyectos legislativos oportunistas, que supuestamente mejorarían el combate a las emergencias. O anunciando comisiones investigadoras y otras acciones sobre alguna eventual negligencia. Claro que ellos saben, y los votantes también, que esas iniciativas casi siempre son inútiles voladores de luces.

Finalmente, el último círculo de este infierno de irrelevancia está destinado a los políticos que no ocupan cargo alguno en el Estado, como los presidentes de partidos o los candidatos presidenciales perennes.

Estos son una especie relativamente nueva. Antes de 1973, cuando las elecciones presidenciales no coincidían con las parlamentarias, un político podía ser candidato serial a La Moneda sin sacrificar su presencia en el Congreso. Así lo hizo, entre 1952 y 1970, Salvador Allende.

Pero ahora que las elecciones son simultáneas, ser un candidato derrotado a La Moneda puede ser una dura carga. Tras una buena performance, el gladiador sale de esa contienda investido de un cierto derecho a intentarlo de nuevo, pero sin ningún trabajo real que mostrar por los próximos cuatro años.

Queda condenado a esperar. Mientras, con creciente ansiedad, ve como otros aspirantes crecen y amenazan, desde alcaldías o ministerios, con robarle su pole position.

Es el caso de Marco Enríquez-Ominami, quien lleva quince años en este oficio, con resultados más bien descendentes (tercero con 20% en 2009; tercero con 11% en 2013; sexto con 6% en 2017; y sexto con 8% en 2021). O de José Antonio Kast, candidato perenne desde que anunció su primera carrera a La Moneda hace ya nueve años.

¿Cómo matar el tiempo durante cuatro años, en un mundo en que cuatro horas ya parecen una eternidad? ¿Qué decir cuando se es inútil ante un problema tan real y concreto como un temporal?

En estos días, muchos políticos canalizaron su nerviosismo en las críticas al Presidente de la República por cometer el desatino de hacer su trabajo, liderando una gira de Estado por Europa.

Kast describió el viaje, en que Boric se reúne con jefes de Estado y de gobierno, empresarios y científicos en Alemania, Suecia, Suiza y Francia como una “gira de estudios” (él mismo acababa de volver de Europa, donde departió con líderes de ultraderecha).

Otro autoproclamado candidato presidencial, Rodolfo Carter, intentó leer frente a las cámaras una frase en alemán emplazando a Boric. “Herr Präsident”, fue lo único que alcanzó a entenderse del chapurreado intento de sarcasmo del alcalde.

Ante tan desafortunados esfuerzos, tal vez los políticos podrían aprender una lección de un temporal ocurrido hace 22 años.

En el invierno de 2002, en medio de las inundaciones en Santiago, la ministra de Defensa Michelle Bachelet se dejó ver recorriendo los sectores anegados arriba de un tanque. La imagen produjo tal impacto, que Bachelet fue incluida en la encuesta CEP, donde apareció con 72% de aprobación. El resto es historia.

Esa imagen es uno de los casos de comunicación política más célebres de Chile. “Cuando la gente me vio en un tanque, en un avión de combate y haciendo cosas importantes se dio cuenta de que podía ser Presidenta”, dijo la propia Bachelet hace algunos años ante un grupo de mujeres en Egipto.

Lo interesante del caso, más que lo que hizo, es lo que no hizo Bachelet. No atacó a nadie. No patentó ninguna frase ingeniosa. De hecho, no dijo nada. Simplemente se mostró haciendo su trabajo. Los simbolismos implícitos de la imagen hicieron el resto: una mujer liderando en un mundo de hombres; una ministra serena en medio de la emergencia; la hija de una víctima de la dictadura trabajando codo a codo con los militares.

Lejos de la hipérbole y la ansiedad, fue un caso de comunicación política calmada y sensata. Y, lo más importante, real: la historia y la personalidad de Bachelet hablaron por sí mismas, sin ningún artificio.

En la época del nerviosismo crónico, tanta sutileza puede parecer un suicidio, pero tampoco es que los políticos tengan mucho que perder. Según la última encuesta Bicentenario UC, la confianza en los partidos políticos y en el Congreso llega a un 1%.

Y es que, cuando no tienen nada que decir, tal vez lo mejor que los políticos pueden hacer es quedarse callados un rato.

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