Philip Glass en blanco y negro

El compositor clásico vivo más famoso del mundo viene por segunda vez. A diferencia del 2010, la próxima semana hará un concierto íntimo, sólo para piano y violín. "Será un resumen de mis últimos 35 años, de cómo he cambiado", dice.




Lo llama una colección de grandes éxitos y suena  como una descripción fácil, con espíritu de sello discográfico. Sin embargo, es la que prefiere Philip Glass cuando le preguntan qué va a tocar en Chile los días 27 y 28 de noviembre en el Teatro La Cúpula. Con un pie pragmático en la tierra y otro pie espiritual en las nubes de la música, el compositor estadounidense es más o menos consciente de que debe etiquetar con  eficacia cada una de sus presentaciones planetarias. Sus seguidores son muchos y no quiere defraudar. Ni en Ecuador, Colombia, Perú o Chile, que son algunos de los países que visita en este tour latinoamericano.

"Es un programa de obras compuestas en diferentes décadas y lugares del mundo, una suerte de mosaico. Con el paso del tiempo cambian los comportamientos de la gente, la forma en que se visten las personas, la manera en que hablan. De la misma manera ha cambiado mi música desde 1979 hasta ahora", explica Glass al teléfono desde Nueva York.

A diferencia del espectáculo que ofreció en el 2010 en el Teatro Municipal, donde se presentó con  el Philip Glass Ensemble, ahora el compositor neoyorquino dará un concierto de cámara. Es algo a media luz, con la voz baja, en blanco y negro, donde él toca el piano y Tim Fain el violín. "Interpretaremos desde Mad rush hasta Pendulum, creada especialmente para violín y piano con motivo de los 90 años de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles", explica. Lo que no habrá en esta ocasión son las bandas sonoras de película, un género por el que ha sido nominado en tres ocasiones al Oscar: para sus trabajos en Kundun, Las horas y Escándalo.

ALLEN GINSBERG Y BECK

Exponente masivo del llamado minimalismo musical ("prefiero el término 'música con estructuras repetitivas'"), Philip Glass tiene fácilmente un catálogo de más de 100 obras, con un arco que va desde las piezas de cámara a las sinfonías, pasando por muchas bandas sonoras y 16 óperas. Su influencia ha pisado fuerte desde hace por lo menos 30 años, los imitadores no dejan de aparecer y el minimalismo se ha convertido en una marca registrada. A los 76 años, Glass es casi con seguridad, el compositor clásico más famoso del mundo.

¿Qué opina de que lo clasifiquen como minimalista?

No me importa demasiado. En realidad, el problema lo tienen quienes etiquetan y le colocan nombres a las corrientes musicales. Entiendo que en los diarios deben escribir rápido y llamar por un nombre a un movimiento o tendencia.  Una obra que compuse hace 40 años puede ser llamada minimalista, pero no una que hice ahora. Todo va evolucionando en la vida, y ahí me encuentro yo también. Ya no uso el traje que me ponía hace 40 años.

Una de las obras que tocará se basa en un poema de Allen Ginsberg...

Sí, es Wichita Vortex Sutra, basado en un poema suyo de 1966.  A Ginsberg lo conocí a fines de los años 80 en una librería en Nueva York. Fue una muy buena e intensa relación. Eso sí, duró poco. El moriría pocos años después.

Usted colabora bastante. ¿Cómo es su relación con otros músicos?  

En general, creo que, por instinto, los músicos tendemos a ser curiosos con las obras de otros. Hay interés por ver qué está haciendo el de al lado.

Este año se publicó Rework, un disco donde interviene Beck.

Es un gran ejemplo de esta curiosidad de la que le hablaba. Todo partió como un álbum en el que intervendrían 13 músicos reversionando temas míos. El más entusiasta de todos terminó siendo Beck, con el que nos hicimos amigos. Creó una versión de 20 minutos de 20 composiciones que hice entre 1973 y 1980. Para mí fue muy reconfortante darme cuenta que su abuelo es Al Hansen. No sé si lo conocen en Chile, pero él fue uno de los grandes artistas visuales de los 60 en la escena neoyorquina. Colaboró con Andy Warhol, Yoko Ono y John Cage, por ejemplo. Lo que me gustó de Beck es que es un tipo muy abierto, muy dispuesto a experimentar. El hace, digamos,  pop contemporáneo, pero nuestras conversaciones eran de todo.

También recientemente creó una ópera sobre Walt Disney. ¿Qué le atrajo de él? 

Sí, es The perfect american y se ambienta en los últimos días de Disney, ya enfermo. Disney es un ícono y al mismo tiempo es una marca registrada, una corporación. No exagero si digo que mucha gente joven probablemente no sabe que Disney fue una persona de carne y hueso, un ser humano. Tal vez creen que es sólo el nombre de una compañía. En la ópera se reflexiona sobre eso. Sobre cómo él, hace 50 años, ya cerca de la muerte, profetiza tristemente de que en algún momento nadie lo va recordar como persona.  Disney es hoy sólo el sinónimo de un negocio más.

Está la superstición de la novena  sinfonía: Beethoven y Schubert murieron tras la nueve, pero usted ya llegó a la Décima. 

No soy supersticioso. Me lo tomé como una broma, y apenas terminé la Novena empecé a componer la 10. Tenía la melodía en mi cabeza y no me la podía sacar. No la podía dejar ir. Es la mejor forma de vencer cualquier miedo. Además, había músicos que esperaban tocar aquella sinfonía y debía trabajar duro

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