Scorsese enardecido, recargado y glorioso

La nueva realización de Martin Scorsese, El lobo de Wall Street, prueba que el gran cine de espectáculo no necesariamente tiene que estar reñido con la inteligencia. Tampoco que debiera seguir asociado a la castración emocional y ética de las películas más taquilleras de la actualidad. Claro que romper estas conexiones tóxicas supone atrevimiento, energía y talento.




SON VARIAS LAS consideraciones que obligan a situar a El lobo de Wall Street entre las grandes películas de los últimos años. Sobregirada, sorprendente, vergonzosa, impactante, disparatada, por momentos increíble, esta realización es la de alguien que no está dispuesto a dejarle el formato de la superproducción a los consabidos lacayos que la industria exalta precisamente por su falta de imaginación y filo. El espectáculo es algo demasiado serio para entregárselo así como así a Peter Jackson o Michael Bay. Scorsese cree que aun en esta pista es posible hacer un cine provocativo, jugado y enervante.

FACTOR RIESGO

El rasgo posiblemente más llamativo de la cinta está asociado a la cantidad de riesgos que asume. Son riesgos de producción (esta no es una sandía calada), de metraje (esta es la cinta más "pegada", reiterativa y obsesiva que hemos visto en años) y también de orden emocional narrativo. Hay que tener cojones para narrar la historia de Jordan Belfort, un sinvergüenza sublime, desde la perspectiva suya. Hay que saber estar y no estar con él para que esa perspectiva pueda funcionar. Scorsese nunca se prestó para héroes compuestos ni amorosos. Desde el protagonista de Calles peligrosas, hasta el Howard Hughes de El aviador -pasando por el Travis Bickle, de Taxi Driver, y el Jack La Motta, de El toro salvaje-, ninguno de los héroes del realizador estuvo en paz con sus demonios interiores. Belfort tampoco. Uno de los momentos más intensos y patéticos de la película corresponde al de la reunión de los empleados de la compañía en que supuestamente él comunicará su renuncia, convencido de estar tomando la mejor decisión y dispuesto a seguir las palabras sensatas de su entorno. Comienza la despedida y sus palabras finales salen cargadas de emoción. Pero contra la sensatez y el sentido común, se va entusiasmando y lo que iba a ser su renuncia termina siendo un rito tribal de exaltación de la estafa y la manada. Gran momento. No es el protagonista el que triunfa. Son sus demonios los que vuelven a capturarlo.

En la ambigüedad es donde tal vez El lobo de Wall Street lleva su apuesta más lejos. Dos cosas están fuera de toda discusión. Uno, que la cinta no rinde culto a su protagonista ni tiene por él especial cariño; con personajes así no se nos compra el corazón. Y dos, que tampoco en la mirada prima la pura crítica y aversión. Hay algo en este protagonista, demente y todo, que nos gusta. En alguna zona su proyecto, su desmesura y las dimensiones colosales de su fraude describen una epopeya gloriosa. Eso no es cariño, de acuerdo. Sin embargo, es difícil negar alguna dosis de complicidad. Okey: hay que ser un poco sicópata para admirar a los sicópatas. Scorsese diría y qué.

FACTOR INCORRECION

Al margen de esa ambigüedad fundamental, que está en la génesis del proyecto y que es lo que hace que una película así sea muy difícil de tragar para un amplio sector del público, Scorsese es también un maestro para resolver momentos equívocos. La conversación de DiCaprio con la tía londinense de su pareja (cargada de erotismo incómodo, atendida la edad de la señorona) o con el policía al cual quisiera sobornar, son escenas memorables por la cantidad de tensiones introducidas en el punto de vista. Nadie baila mejores valses al borde del acantilado que Scorsese.

Por lo que se dice, lo que se muestra y por lo que saca de sus personajes, esta cinta es a veces impresentable. Son atendibles las protestas de machismo y misoginia, aunque justo es reconocer que es una mujer, la primera esposa de Belfort, quien le ilumina el camino en dos instancias decisivas: cuando le dice que por qué en vez de venderles a los pobres no les vende mejor a los ricos; y cuando le enseña que tener mala prensa es mejor que no tener prensa en absoluto. Son efectivas las percepciones que consideran que toda la película está contaminada por la moral ventajera -inmadura, regresiva, anal- de la patota. La patota, la manada, para Scorsese, no es el cenáculo de la amistad, sino sólo del sentido de pertenencia. A veces esto parece una oda a los ritos de la masculinidad más inmadura y de camarín. Con frecuencia uno quisiera no seguir viendo. El sentimiento de vergüenza ajena acompaña largos pasajes de la proyección.

FACTOR UNIVERSIDAD

No en último lugar, también genera polémica la mirada sobre el capitalismo. Efectivamente, hay razones para sostener que Scorsese ve en el sistema un gran fraude -metódico, rampante y gigantesco- contra los débiles e incautos. Sin embargo, el asunto no es tan simple. Es el propio sistema el que sanciona a Belfort y lo lleva a la cárcel por delincuente. Las imágenes finales tienden a dejar en duda el concepto de redención y a dejar en claro que la pulsión "vendedora" del protagonista es parte de su naturaleza y muy anterior a cualquier sistema. Esa pulsión -peligrosa, concupiscente, obsesiva- es lícita en principio, aunque se vuelve delictual cuando traspasa ciertos límites. El huevo de la serpiente, siendo así, no estaría menos en el sistema que en la naturaleza humana. El trasfondo del mejor Scorsese siempre es teologal.

Vamos a ver cada vez menos películas así, inclasificables y hechas al margen del concepto de nicho. Son demasiado caras, demasiado provocativas. Son pocos quienes se atreven a interpelar a todos los públicos, a dejar espectadores heridos en el camino, a asquear y fascinar al mismo tiempo. Eso supone no sólo vencer las inercias de la industria. El triunfo fue también vencer las inercias de la crítica.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.