NADA DE SERMONES

Que es uno de los mejores escritores chilenos vivos es uno de los elogios que Merino reciba hace años. Pero el poeta, ensayista, editor y cronista se encoge de hombros y afirma no creer en las carreras literarias. Tampoco en la utilidad de pasar por el colegio, las verdades absolutas o las grandes causas. Dice que con sus crónicas no quiere sermonear a nadie ni decir lo que piensa. Pero su nombre, sus ideas y su figura son ineludibles para pintores, artistas visuales, poetas y otros escritores.




Paula 1116. Sábado 2 de marzo 2013.

Roberto Merino ha sido retratado por pintores y fotógrafos chilenos. Esta obra, en la que se le ve sentado, corresponde a la serie de retratos (1998) de Natalia Babarovic.

Nadie recuerda a Roberto Merino (1961, separado, dos hijos adolescentes) con un look distinto al que tiene hoy. Fotos de los 70 y amigos de los 80 y 90 dan fe de que su estilo no ha variado en nada, que es el mismo que se paseaba en el Pedagógico junto al también poeta Rodrigo Lira cuando estudiaban Literatura; el mismo que llegaba a los recitales del under de entonces junto a Enrique Lihn; el mismo que hace un buen tiempo se instala con un espresso y un cigarro en un par de cafés de Providencia. Lo único que ha cambiado es que lo que alguna vez fue un pelo muy negro, hoy son casi puras canas. Esa apariencia es tan inalterable como el título que recae sobre él desde hace décadas: el de cronista sin igual o "el mejor escritor chileno actualmente", en palabras recientes del escritor Alejandro Zambra.

Una fama que se mantiene a raya probablemente porque Merino desprecia las "carreras literarias", pero que está saliendo de las sombras por el propio peso de su escritura y la curiosidad que genera incluso fuera de Chile. El mejor ejemplo de ese movimiento es En busca del loro atrofiado –libro de culto y difícil de encontrar, editado por primera vez en 2005 por J.C. Sáez Editor–, una recopilación de crónicas de Las Últimas Noticias, donde publica todos los lunes desde hace más de diez años, y que hace poco fue reeditado en Argentina por Mansalva, la misma editorial de César Aira y Rodolfo Fogwill, y mencionado como uno de los mejores de 2012 por el diario Clarín.

Merino ha estado en todas las posiciones que permite la escritura, salvo la ficción, que no le interesa. Poeta, cronista, ensayista, editor de otros poetas, gestor de las revistas culturales Patagonia y Número Quebrado, escribió de fútbol en Don Balón, fue editor de revista Paula y uno de los cerebros de revista Fibra. Actualmente es académico de la Facultad de Comunicación y Letras de la UDP.

Su escritura se comenta desde antes de 1987, cuando publicó su primer libro de poesía, Transmigración, bajo el sello de Ediciones Archivo, la pequeña editorial que el poeta y su amigo Juan Luis Martínez crearon para sacar La nueva novela. Diez años después, cuando ya llevaba un buen tiempo haciendo sus crónicas sobre Santiago en Hoy, Apsi y luego Revista del Domingo (mucho antes de que escribir sobre Santiago fuera cool), lanzó un segundo poemario, Melancolía artificial, también publicado por una editorial chica, Carlos Porter, que desde entonces encabeza junto al artista plástico Carlos Altamirano y Fernando Balcells y que fue la que publicó Sentado en la cuneta, de Claudio Bertoni.

El nombre de esta editorial alude a la calle Profesor Carlos Porter, perpendicular a Vicuña Mackenna, donde en los noventa Merino vivió junto a la que había sido su pareja, la pintora Natalia Babarovic, Altamirano y el crítico de arte Guillermo Machuca.

Su poesía, sus crónicas, las conversaciones con los amigos donde evidencia sus intereses –la Literatura, el Arte, el Cine, la música, la calle, los detalles– han hecho de Merino un imprescindible para varios artistas visuales que lo han invitado a escribir acerca de sus respectivas obras e incluso lo han inmortalizado en ellas.

En sus crónicas, Merino escribe sobre el suicidio, el aburrimiento, la alegría oficial del Dieciocho, el éxodo de Santiago en vacaciones, el regreso a clases, en fin. No es solo su escritura la que atrapa, sino su lucidez acerca de asuntos comunes y corrientes, algunos anecdóticos, otros catalogables de existencialistas, y el descreimiento frente a los discursos de moda y sus ritmos histéricos. Merino está por sobre cualquier tendencia del momento. En muchos casos es políticamente incorrecto, sin perder jamás el humor ni la elegancia. "Insisto con mi teoría de que, cualquiera sean los contenidos de las reivindicaciones sociales, prima una exasperación de fondo: la que produce la normalidad y sus costos. Parece que la estabilidad institucional se nos hiciera insoportable proyectada en el tiempo. '¡Que pase algo, por último un terremoto!', le escuché decir a un adolescente a comienzos de los noventa", escribió en una de ellas.

Has escrito mucho sobre Santiago. ¿Te acomoda el rol de experto de la ciudad, de santiagólogo?

Me produce angustia esa cuestión, porque nunca me he dedicado profesionalmente al tema de Santiago. La crónica es una aproximación. Me interesa hacer aparecer la ciudad en la escritura, pero esa ciudad podría ser cualquiera, solo que mi experiencia es acerca de esta. Pero esas preguntas, como cuál es el lugar más feo de Santiago o todo ese tipo de clasificaciones me latean. Ya no tengo humor para contestarlas. En general, en la cuestión literaria he querido mantenerme fuera de la profesionalización, porque lo único que pretendo es tener la libertad de vagar por las imágenes de la ciudad, me interesa la relación más inconsciente, pero no me interesa ser guía de nadie.

Dicen que eres el mejor cronista chileno de hoy.

Para mí es raro que digan eso. Escribir es lo único que sé hacer, pero mi objetivo no es escribir bien. Tampoco se sabe qué es escribir bien. Me siento bien cuando le he achuntado a algo, es como tirar un bombazo y achuntarle a un objetivo lejano y pequeño. Para eso se necesita liberar las amarras del súper yo y escribir bien opera como súper yo. Me interesa un bledo el estilo, lo que quiero es lograr algún tipo de intuición, y si estoy pensando en el estilo estoy cagado. Siempre he tenido en la cabeza algo que dice Lytton Strachey: "Iluminar antes que explicar". Ese es mi único requerimiento de estilo.

En una misma crónica puedes citar a un intelectual, la escena de una película gringa y algo que viste o escuchaste. Como un collage.

Todas esas cosas tienen para mí el mismo nivel y operan así en la cabeza. Una vieja que se cae en la calle te puede recordar a Heidegger o una película de Stanley Kubrick. Yo aprendí a chacrear con Rodrigo Lira. Lira tiene un poema muy dramático, "El aullido", del libro Declaración jurada, que es realmente un grito existencial, pero en el último verso dice: "La verdad es que tengo la garganta pa la cagada". En general en los escritores chilenos hay una suerte de escepticismo, por lo tanto siempre están interviniendo lo que escriben con elementos de otra esfera. Si están hablando en términos muy conceptuales, meten alguna viñeta chabacana y al revés. Es una estrategia de acomodo o desacomodo permanente. Ahí hay una cosa con la chilenidad.

¿No te compras los discursos de moda?

Las modas aliadas con las grandes verdades son muy insoportables, porque sabes que esos discursos van a ser desmontados rápido y que los puntos de vista van a cambiar radicalmente. Es muy incómodo que alguien te esté sermoneando. Pepe Grillo es un personaje insoportable. Odio que me den clases, odio que me sermoneen y tampoco quiero hacerlo.

Tu rechazo al sermón, ¿tiene que ver con que eres un escéptico o un liberal?

Más bien diría que no tengo idea de nada. Es como los ateos. Afirmar que Dios no existe, o sea, cómo lo supiste.

¿Eres agnóstico?

Supongo.

Hay una crónica tuya, Libertad de no opinar, donde dices que hoy opinan demasiadas personas. ¿A qué te refieres?

El hecho de que todo el mundo opine hace pensar en que hubiese en Chile un progreso, una democratización, pero creo que esa expresión de la opinión es muy básica. Mientras más grito, más me indigno y más pongo los puntos sobre las íes, estoy cumpliendo con algo. Pero creo que esa cuestión es fatal. Como decía Enrique Lihn, se habla demasiado con un lenguaje de pancarta, declaraciones de principios, y esa cuestión es una visión completamente parcial de la realidad y a veces cae fuera del maldito sentido común. Es muy fácil caer fuera del sentido común por adhesiones ideológicas. Creo que toda esa cháchara hace daño. Revisando el Chile de fines de los 60, el Chile ideologizado, el de Allende, creo que hubo un daño ahí.

"Para mí, el hecho de escribir en un diario es un circunstancia. No le doy un valor en términos de tener una voz. No es mi intención decir lo que pienso, eso me importa un bledo. Pienso mucha huevada. No me interesa que mi opinión sea considerada".

Igual tú tienes un espacio donde emitir una opinión.

Para mí el hecho de escribir en un diario es una circunstancia. Si no hubiese sucedido eso estaría haciendo otra cosa. No le doy un valor en términos de tener una voz. No es mi intención decir lo que pienso, eso me importa un bledo. Pienso mucha huevada. No me interesa que mi opinión sea considerada. Aparentemente hablo mucho de mí, pero el único sentido tema que los congrega. Entonces es muy fácil provocarlos. Una opinión medianamente libre, en un contexto humorístico,

provoca una reacción inmediata y en bloque. Es muy fácil enredarse con gallá semejante. El ciclismo, por ejemplo, antes era una cuestión de cabros chicos. O de los obreros, que cuando yo era chico pasaban por una ciclovía espontánea en Avenida Matta y sin ningún discurso. Les permitía ahorrar la plata de la micro. No había una conciencia o un valor moral proyectado en esa actividad. Ahora eso se transforma en una causa y las causas son agotadoras.

Has descrito al colegio como una experiencia terrorífica de la niñez.

Sí, es cierto, aunque no tengo ningún sistema para oponer. Me llama la atención el grado de fe que hay en la educación como una categoría redentora y la mitologización de la educación de antes. Por lo que viví y por textos chilenos que he leído, en el paso por el colegio hay experiencias individuales que tienen una parte significativa de angustia y humillación. Me parece una instancia muy cruel para un niño que recién se está acercando al mundo, descubriéndose. Primero su casa, luego la esquina, después unas cuadras más allá, y con un sentido del tiempo más o menos expansivo. En la mayoría de los casos ese es un instante de felicidad. Ese niño es trasladado a un lugar donde le exigen aprender cosas cuya utilidad no está del todo acreditada, por usar una palabra muy de hoy.

Estudiaste en el Instituto Nacional. Algo habrás aprendido allí.

En el colegio no aprendí nada de nada y no estoy exagerando. A leer y escribir aprendí en mi casa. Lo poco que sé de álgebra me lo enseñó mi papá. Creo que en el colegio se aprende a conocer la parte realista de la vida.

Se supone que también se aprende a sociabilizar.

A un amigo mío biólogo lo invitaron al Instituto Nacional a hablarle a los profesores de Biología, que le dijeron: "Usted debe sentirse muy orgulloso de estar acá". Y él contestó: "No sé si es orgulloso la palabra. Este es el lugar donde aprendí a mentir, aprendí a humillar". Hubo un silencio y allí se acabó todo.

"En el colegio no aprendí nada de nada, y no estoy exagerando. A leer y escribir aprendí en mi casa. Lo poco que sé de álgebra me lo enseñó mi papá. Creo que en el colegio se aprende a conocer la parte realista de la visa".

AMISTADES CRUCIALES

Roberto Merino creció en una vieja casona del barrio San Isidro, esas de fachada continua, techos altos, patio interior y chiflones fríos en invierno. Antes de que naciera su hermano Rodrigo, fotógrafo, fue el único niño en una casa llena de viejos. "Allí escuchaba historias del pasado, de una edad de oro, mítica; que estaba en el campo, no en Santiago. Siempre el pasado era mejor y eso a mí se me pegó en la estructura, me costó sacudirme de esa idea", y aclara que pocas cosas le aburren más que la nostalgia quejumbrosa. Esos relatos se complementaron con sus primeras lecturas "entusiastas", ensayos y memorias sobre la vida que transcurría en la ciudad antes de su nacimiento. De adolescente pasó por un taller literario donde comenzó a tomarse en serio la poesía.

Al poeta Rodrigo Lira lo conoció en 1978 y la amistad se extendió hasta su suicidio en 1981. Lira tenía 32, Merino 20. "Son muchos más los años que lleva de muerto que los años que lo conocí, pero fueron años cruciales en mi biografía. Había una suerte de intercambio de información", cuenta.

Con Lira escuchaba cassettes de The Police y el Banco del Mutuo Soccorso, y con 18 años se embarcó en un extrañísimo proyecto de escritura a seis manos. El poema San Diego ante nosotros, otra pieza de culto, fue elaborado por Merino, Lira y Antonio de la Fuente en septiembre de 1980. Nació a partir de un concurso –les fue mal– que invitaba a recrear la obra de Neruda. El texto, trabajado en el restaurante Sena y la casa de los padres de Merino, da cuenta de la manifestación derivada del discurso de Eduardo Frei Montalva en el Teatro Caupolicán. Ensayos sobre Lira, Lihn, Martínez y otros escritores chilenos, publicados durante los últimos veinte años, reúne el libro Luces de reconocimiento (Ediciones UDP), donde –tal como en sus crónicas–, Merino demuestra que lo suyo es jamás latear al lector. Para este año prepara una biografía de Lihn, también con la editorial de la Portales.

En tus crónicas y conversaciones citas permanentemente a Lira, Lihn y Martínez. Los mantienes vivos.

Es que siguen vivos por su propia vitalidad. Yo no hago ningún esfuerzo por mantener vivo el fantasma de los huevones, sino que aparecen en la medida que pienso en algunas cosas o que hablo de algo, y porque son gallos gravitantes, cabezas muy particulares.

¿Cómo era tu relación con Lihn?

Lihn tenía la capacidad, que creo haberla heredado o aprendido con él, de conectarse con la gente más joven de manera horizontal, sin arrogancias de profesor. Hablar de igual a igual con un gallo que venía leyendo hace diez años, que era un prócer, me parecía una iluminación. Tenía unos arrebatos teatrales y era muy divertido. Una vez íbamos a un recital de Electrodomésticos y se tiró a la calle con la micro andando. Un descriterio. Luego llegamos al recital y habían cerrado las puertas, porque no cabía más gente, y había un gallo con una cresta punk intentando pasar y eso a Lihn le produjo hilaridad. Le encantaban esos formatos urbanos, el exceso. No era el viejo que se escandalizaba, sino que disfrutaba con esas escenas.

¿Y Martínez?

Era más retirado. Muy amable, pero también con reacciones violentas; había tenido un pasado de bueno para los combos. En los 60 era una especie de rebelde con moto y a veces se le salía esa parte. Era bien impresionante la forma en que hablaba de la realidad y la desideologizaba, nunca hablaba desde la pasión, sino desde la observación, con un tono muy neutro. Esa misma neutralidad hacía visible cosas que la ideología ciega.

Los tres tienen un carácter mitológico.

Los tres son inevitables si uno hace la configuración de la poesía chilena. Todos murieron muy jóvenes, la condición del mito.

Tú te has escapado jabonado. Has estado dos veces a punto de morir por una insuficiencia renal aguda.

Sí, la segunda vez, en 2004, me afectó más. Después de estar hospitalizado, al volver a mi casa no podía dormir y caminaba y caminaba mientras todo el mundo dormía. Eso me daba mucha angustia porque me sentía como un fantasma penando: miraba a la gente, me paraba en los umbrales. Era desesperante. No me gustó nada.

¿Te da miedo la muerte?

No, pero uno está lleno de apegos afectivos. Nunca es el momento adecuado. No podría abanicarme con la muerte, no podría. A veces me dan ganas de descansar, como de extinguirme, me gustaría desaparecer en los átomos. Borges decía que cuando se murió su papá le asombró que el mundo siguiera funcionando. Está bien, así tiene que ser no más. Me acuerdo del funeral de Rodrigo Maturana, en el que había una cierta coherencia: se iba el auto con el ataúd, el sol caía sobre los árboles, la vida seguía. Y el huevón que iba en el ataúd era parte de ese continuo.

Los seguidores de Roberto Merino esperan su próximo libro de poesía. Algunos cercanos apuestan a que tendrá que ver con una de sus largas hospitalizaciones, en una pieza con un enorme ventanal que daba a unos edificios del centro. Allí pasó un Año Nuevo con amigos incondicionales y mató el tiempo escribiendo un diario de vida y observaciones sobre los pacientes con quienes compartía la espera. Dicen que serán sus mejores poemas.

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