Vanessa y Vania, las hermanas terribles de Marrón Glacé




Hasta hace poco se podía encontrar en Youtube el primer capítulo de la teleserie chilena Marrón Glacé, que Canal 13 emitió por primera vez en 1993. Recuerdo que durante la era dorada de la “guerra de las teleseries”, a mediados de los 90, siempre fui fanática de las producciones del 13. A pesar de que se solía decir que las historias de Sabatini en TVN hacían una radiografía social mucho más crítica del país, me parece que Marrón Glacé da cuenta de una clase social muy propia de la época. Y es que aquí el arribismo y una nueva clase alta aparece retratada asertivamente a nivel simbólico y estético.

Por supuesto que en su momento no lo vi así, y que me di cuenta de esto cuando la volví a ver hace poco. Porque -además del melodrama y el humor-, esta producción aborda claramente una temática que fue clave en la transición de los ’80 a los ’90, que es el poder económico en manos de una nueva clase que no es la aristocracia, sino que la de los empresarios y los nuevos magnates que dejó la dictadura.

La historia está inteligentemente centrada en Cló, una mujer de carácter fuerte que tras enviudar hereda una fortuna que le dejó su marido. ¿El giro? El origen de plata es de sospechosa procedencia. No se sabe de dónde viene y a nadie la conviene preguntar. Como Cló es una mujer ambiciosa y trabajadora, en vez de gastarla monta un centro de eventos que por esa época se está asentando como una necesidad de la clase alta. En una loma de La Dehesa estaba la casa blanca de Marrón Glacé, donde Cló y sus dos hijas además vivían. Por supuesto que el área residencial estaba en el segundo piso, porque el primer piso era destinado a los eventos, a la cocina y a la vida de los garzones.

El arriba y el abajo son un aspecto central de la teleserie y de la sociedad de la época. Cló y sus dos hijas representan un Chile que se hizo rico durante los ’80 y que en los ’90 lucha por asegurar su lugar en la alta sociedad. Mientras que -literalmente- bajo ellas hay una clase media ascendente que lucha por nuevas oportunidades y un cupo en la nueva distribución social. ¿El juego? Los cruces románticos entre los más acomodados y los no tanto son ingeniosos, divertidos y casi incorrectos. Y es que, a pesar de destacar con pompas la ridiculez de una nueva clase alta que asegura su lugar por méritos económicos, en Marrón Glacé no hay millonarios ociosos ni pobres delincuentes, sino que todos los personajes trabajan y luchan por una vida mejor.

La estética habla muy bien de la realidad económica y cultural de la época. Aunque todavía las mujeres de la nueva clase dominante tienen grandes y cuidados peinados, ocupan trajes de dos piezas -propios del look ejecutivo-, grandes joyas que combinan con sus zapatos y llevan puesto mucho maquillaje, todas las familias de la teleserie responden a ordenes matriarcales. Es interesante que la aristocracia, por su lado, aparece disminuida ante los nuevos ricos. Es sobria, creyente y tradicional. Los antiguos ricos viven en casas austeras y no le gusta aparentar, principalmente porque ya no tienen el poder adquisitivo. Y la clase media vive en comunidad, está impregnada por la cultura de consumo y aún disfruta de la dinámica de barrio. Es una clase chispeante, sencilla y honesta que parece vestirse como si todavía fueran los ‘80.

Este retrato de la sociedad neoliberal que quedó instalada en Chile tras la dictadura es tieso, pero sin duda asertivo. Y por más que parezca una maqueta, define las diferencias que marcan al Chile que somos hoy. Además de la lectura social que tiene la estructura de los personajes de Marrón Glacé, lo cierto es que al volver a verla me fascinó también su estética. Se nota que Canal 13 gastaba una buena parte de su presupuesto en la dirección de arte, el maquillaje, vestuario y peinados.

Hay dos personajes femeninos que me siguen obsesionado. Las dos hijas de Cló. Vanessa, la mayor de las hermanas, es la más conflictiva y la más consentida, trabajadora y fría, y está comprometida con un exitoso cirujano plástico que le dice que sí a todos sus caprichos. Interpretada por Carolina Arregui, Vanessa era dura, tenía un enorme peinado con laca y ocupa coloridos trajes con hombreras. Vania -por su lado- era la más chica: una joven fiestera, enamoradiza e inconsciente de la fortuna de su madre porque, en el fondo, le hacía siempre el quite al trabajo. Interpretada por Katty Kowaleczko era informal, sexy y juvenil. Buena para los chalecos, las poleras y los jeans.

La primera tenía una enorme melena aleonada y la segunda un pelo corto y liso sobre los hombros. Ambas eran preciosas y las dos representaban tipos de inconsciencia de clase: una la que quiere mantener y perpetuar sus privilegios y la otra que quiere disfrutarlos sin hacerse cargo de ellos. Las dos, también, tenían distintas formas de amar (porque las dos caen bajo los hechizos de Octavio, interpretado por Fernando Kliche). Vanessa por la promesa de un amor prohibido y pasional, Vania por la idea de un amor romántico y duradero.

A pesar de que Vanessa y Vania son personajes estereotipados y que las dos están dispuestas a morir por amor, a mí todavía me parecen preciosas y fascinantes. Tanto en su narración como en su estética. Son mujeres que están profundamente marcadas por el abandono de su padre, insertadas en una clase que no es la suya, que se muestran duras pero en fondo son frágiles. Son directas y no le tienen miedo a la verdad. Son vanidosas, pero también son sensibles. Y, sobre todo, son absolutamente inconscientes de sus privilegios hasta que se enfrentan a la posibilidad de perder su fortuna. Y ahí recurren a un lazo más fuerte que cualquier estereotipo: el género. Cló, junto a sus dos hijas Vanessa y Vania se salvan de la ruina (y de la muerte) porque se unen entre ellas. Y es que más allá de sus hombreras, sus cortes de pelo, sus joyas y sus maquillajes, más allá de su debilidad por la vanidad y por los hombres, hay algo que las vincula profundamente: el hecho de ser mujeres.

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