Cuando al Presidente de los Estados Unidos, el demócrata Woodrow Wilson, se le entregó la información en su despacho de la Casa Blanca, no lo podía creer. El año anterior, 1916, había sido reelecto y una de sus primeras medidas fue comunicarse con los beligerantes que estaban luchando la “gran guerra” en Europa, a fin de acercarse a la paz. Sin embargo, dicho esfuerzo pronto se iría al garete.

Y lo que le informaban no le dejó ninguna duda de que su país debía intervenir.

En enero de 1917, Alemania anunció que emprendería una guerra submarina total ante cualquier buque que portara bandera enemiga. Es decir, torpederían cualquier barco aliado, fuese o no un navío de guerra. Esto causó la protesta del gobierno de Wilson, que consideró dicha decisión como arbitraria.

Hasta entonces, Estados Unidos había permanecido al margen de la guerra, aunque los británicos trataban infructuosamente de que se unieran a la lucha por el lado de la Triple Entente (Gran Bretaña, Francia, Rusia, además de Italia que se había cambiado de bando en 1915). Si bien la decisión alemana causó molestia, no terminó por convencer a Wilson para entrar en la contienda. Pero un hecho fortuito vino a cambiar las cosas.

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Ordenó la instalación de retretes y servicios higiénicos en las líneas del frente. Además de duchas y lugares para que los agotados soldados pudiesen dormir. Mejoró la calidad de las comidas al reclutar cocineros que supieran de su oficio (increíblemente, se daba que algunos hábiles de la cocina no lo eran tanto…), mejoró las pagas, los permisos y aumentó las raciones de vino disponibles.

El comandante en jefe saliente del ejército francés, Robert Nivelle, seguro pensó que su sucesor estaba loco, pero lo cierto es que el general Philippe Pétain acabó así con un motín de los soldados, descontentos por el trato que recibían.

Para 1917, la guerra en los campos europeos estaba en un punto muerto. Franceses y británicos intentaban avanzar ante un inesperado retroceso de los alemanes hacia la llamada Línea Hindenburg (el repliegue que se trata en la película 1917), pero una ofensiva francesa –ordenada por Nivelle, en mayo– tuvo resultados calamitosos. Esto derivó en un descontento generalizado de las tropas, quienes decidieron desobedecer las órdenes de los oficiales y simplemente botaron las armas y comenzaron a abandonar las trincheras.

Escena de la película "1917", de Sam Mendes.

Era tal el descontento que aparecieron banderas rojas y cánticos revolucionarios. Así, Nivelle fue reemplazado por Pétain, quien personalmente fue a tranquilizar a los molestos soldados. Les prometió que no habrían ataques tan costosos en vidas humanas como el que habían tenido que realizar, y también se comprometió a mejorar sus condiciones en el frente.

Aunque parezca increíble, al otro lado, los alemanes jamás se enteraron de lo que ocurría en las filas francesas. Lo cierto es que en esos momentos los germanos estaban atentos a las noticias que llegaban desde el otro lado de la frontera. Parecían sacadas de algún libro de fantasías, pero lo cierto es que estaban lejos de serlo.

El fin del zar

La tensión se sentía en el aire frío de la vieja Rusia. Había un descontento generalizado en la población. El país era uno de los más atrasados de Europa, tenía una economía predominantemente rural, casi sin cambios desde el Medioevo. La pobreza, el hambre y la indiferencia de las clases acomodadas hicieron que en 1905 estallara una revolución, pero fue aplastada por la corona.

Ahora las cosas eran distintas. Debido a la guerra comenzó la escasez, y con ello las primeras manifestaciones de descontento, las cuales comenzaron el 8 de marzo, Día internacional de la Mujer (que ya se conmemoraba, desde 1911). La población de San Petersburgo empezó a levantarse exigiendo pan. Y la cosa se encendió como un reguero de pólvora. Se unieron miles de huelguistas de una fábrica de armamentos. El zar, presto, ordenó enviar al ejército a contener a la turba, disparando si fuese necesario.

Pero ocurrió lo impensado. En vez de disparar a la muchedumbre bullente y efervescente, los soldados rusos se unieron a los manifestantes. La cosa iba en serio. El gentío se apoderó de edificios públicos, liberó a los presos de las cárceles. Exigían además, una reforma agraria y el fin del reinado del zar Nicolás II.

Incapaz de controlar la situación, y llevado por su carácter más bien blando, Nicolás II abdicó al trono solo días después de iniciada la revuelta, el 15 de marzo de 1917, a bordo de un tren detenido en la localidad de Pskov. Se constituyó de inmediato un gobierno provisional, moderado, que prometía hacer todas las reformas que el pueblo exigía.

Pero el tema no era solo hacer reformas. Era todo un mundo el que se estaba desmoronando y algunos ya planteaban alternativas. “Parecía evidente que el viejo mundo estaba condenado a desaparecer. La vieja sociedad, la vieja economía, los viejos sistemas políticos, habían ‘perdido el mandato del cielo’, según reza el proverbio chino. La humanidad necesitaba una alternativa que ya existía en 1914. Los partidos socialistas, que se apoyaban en las clases trabajadoras y se inspiraban en la convicción de la inevitabilidad histórica de su victoria, encarnaban esa alternativa en la mayor parte de los países europeos”, explica el historiador Eric Hobsbawm en su célebre Historia del siglo XX (Editorial Crítica, 1994).

Sin embargo, otra de las principales demandas era terminar con la participación de Rusia en la guerra, cosa que el gobierno provisional estuvo muy poco dispuesto a hacer. Incluso, el jefe de gobierno Alexander Kerensky ordenó una ofensiva en junio que terminó en un desastre, y como consecuencia, la deserción en masa de miles de efectivos.

Ello, sumado a que las ansiadas reformas no llegaban, derivó en nuevos levantamientos y rebeliones populares, encabezadas por un abogado carismático, líder de los bolcheviques: Vladimir Ilich Ulianov, más conocido con su seudónimo, Lenin. El jurista estaba en el exilio en Suiza, y a bordo de un tren volvió a su país, pasando por Alemania. Los germanos le dieron todas las facilidades para atravesar su territorio conscientes de que su presencia en Rusia contribuiría a agitar las aguas.

Y vaya que las agitó.

Una escena de la película "Octubre", de Sergei Eisenstein.

La noche entre el 6 al 7 de noviembre se llevó a cabo la llamada “Revolución de octubre” (debido a que en el calendario ruso, juliano, la fecha fue el 25 de octubre. En el resto del mundo, bajo el calendario gregoriano la fecha es en noviembre). Esta derrocó al gobierno de Kerensky y puso a Lenin y los bolcheviques al poder. Este es el movimiento que el cineasta letón Sergei Einsenstein inmortalizó en su fundamental película Octubre (1928).

Una de sus primeras medidas, junto con llevar a cabo las reformas que el pueblo esperaba, fue sacar a Rusia de la guerra y manifestó su intención de firmar la paz con Alemania. Para ello, en diciembre de 1917 logró un armisticio con los germanos que significó el retiro de las tropas del frente. Luego, mandó como negociador a Leon Trotsky.

Este, intentó dilatar las conversaciones rechazando los términos alemanes, quienes se enfurecieron con esta estrategia. Pero Lenin lo conminó a que aceptara todo lo que ofrecieran, por muy duros que fueran las condiciones. Estas finalmente se sellaron en el Tratado de Brest-Litovsk (en la actual Bielorrusia), en marzo de 1918.

Así, ya desde diciembre de 1917, Alemania ya no tenía preocupaciones en el frente oriental. En cambio, un nuevo actor ya había comenzado su entrada a escena.

La carta que lo desveló todo

Fue un telegrama enviado por el ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, Arthur Zimmermann, al embajador de ese país en México, Heinrich von Eckart, el que terminó por agitar las aguas. En esta misiva, se instruía a Eckart para que se acercara al gobierno mexicano con una propuesta: formar una alianza contra EE. UU., por la cual, Alemania le ofrecía apoyo para recuperar los estados perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona.

Con buenos espías, los británicos lograron conocer el contenido de la carta. Y prestos decidieron darlo a conocer. En Estados Unidos aún estaban molestos por la política alemana de torpedear barcos civiles. Recordaban el hundimiento del trasatlántico inglés “Lusitania”, frente a las costas de Irlanda, en 1915. En la ocasión, iban 139 pasajeros estadounidenses, de los cuales, 128 resultaron fallecidos.

Por supuesto, el embajador alemán en los Estados Unidos, el conde Johan von Bernstoff, declaró que el telegrama era falso, que era un burdo intento británico para que el gigante del norte entrase en la guerra.

Pero Bernstoff, cual dirigente de la Conmebol, no tenía mucha credibilidad. “Su reputación se había visto empañada por su estilo de vida libertino. Las fotos en las que aparecía rodeado de mujeres se filtraron a la prensa y eso socavó su influencia tanto en EE. UU. como en Alemania”, señala el historiador Álvaro Lozano en su Breve historia de la Primera Guerra Mundial (Nowtilus, 2011).

Acorralado, y sin mucho más margen, Zimmermann decidió contar la verdad, y el 3 de marzo de 1917 confirmó públicamente la autenticidad de su telegrama, y lo reafirmó en un discurso el 29 de marzo.

Woodrow Wilson, Presidente de EE.UU. en 1917.

En su oficina de la Casa Blanca, el Presidente Wilson estaba sorprendido. Pero esto hizo sino confirmarle que ya habían aguantado mucho, y lo que había hecho Alemania estaba más allá de lo que esperaba. Así, el 6 de abril de 1917, Wilson recibió el respaldo del Congreso y le declaró la guerra a Alemania.

Pero es difícil hacer cosas fáciles. En un primer momento, la ayuda de Estados Unidos a la Triple Entente se basó en créditos, alimentos y barcos mercantes. Aunque parezca impensado en nuestros días, Estados Unidos en 1917, no tenía un poder bélico para entrar en el conflicto de manera inmediata. La última gran guerra -a una amplia escala de número de efectivos y recursos- que había enfrentado se había dado 19 años antes, en 1898, cuando enfrentó a España. Desde ahí, para el país no había sido prioridad reforzar su poder de guerra.

“En abril de 1917, el poderío norteamericano era todavía un sueño. Su ejército regular era reducido (130.000 hombres), mal equipado y sin experiencia en la guerra moderna. La fuerza aérea consistía en un escuadrón de viejos aviones. Apenas contaba con tanques, disponía de poca artillería moderna y la fuerza aérea tenía pocos aviones operativos”, señala Lozano.

Con el tiempo apremiando, Wilson instauró el servicio militar obligatorio para poder nutrir al contingente que iría a Europa, bajo la idea de que era la forma de alistamiento “más democrática”. Y decidió reconvertir la capacidad industrial en pos de las necesidades de la guerra.

Así, en 1917 la entrada de Estados Unidos terminó por ser crucial. “Lo más importante fue el impulso psicológico que el potencial estadounidense en recursos humanos y materiales les dio a los aliados, y el correspondiente golpe que infligió a la moral de los alemanes”, señala Norman Lowe en su libro Guía ilustrada de la historia moderna (Fondo de Cultura Económica, 2003).

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Tanto la salida de Rusia, como la entrada de Estados Unidos fueron cosas que delimitaron el paisaje que en definitiva sellaría el destino del conflicto, en 1918. Aunque el cese definitivo se daría con la firma del Tratado de Versalles, en 1919, el cual le impuso una durísima paz a Alemania.

1917, la película de Sam Mendes ganadora de 3 premios Oscar (Mejor fotografía, Mejor sonido, y Mejores efectos visuales), y dos Globos de Oro (Mejor película y Mejor director), se ambienta en ese decisivo año. Y se puede encontrar en el streaming en la plataforma Netflix.

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