La manida palabra ‘territorios’ carga un significado confuso salvo que se la aplique a la escucha. Incluso quien reprueba en geografía (o neorretórica política) entiende de inmediato que el sonido andino encauza un intercambio fronterizo, que la canción de la Patagonia dialoga con su paisaje, que los bailes de La Tirana llevan bronces y que el canto campesino no puede sino emplear instrumentación austera.

“Ya se han hecho los mapas visuales, y también los palpables: o sea, los de relieve. Faltaría el mapa de las resonancias que volviese una tierra ‘escuchable’”, propuso una vez Gabriela Mistral, sin saber que la era digital vendría a marcar esos hitos sin la intervención de autoridades ni de tratados (la cartografía sonora colaborativa de www.audiomapa.org es un hermoso experimento al respecto).

Ignacio Ruiz es un joven de Ancud. Desde hace un par de años trabaja canciones de ambición profesional con cuidada producción e impronta distintiva. Aunque un diario definió una vez su música como “reggaetón introspectivo”, el título de su nuevo EP es más preciso: en Corridos chilenos Vol. 1 se ajustan inquietudes íntimas sobre el futuro, la pobreza y las relaciones personales desde una cadencia sombría que recuerda a lo que ahora conocemos como los “corridos tumbados” mexicanos. Ruiz, sin embargo, no deja lugar a dudas sobre su base de operaciones. Abre el disco su “Nuevo himno de Xiloé”, una canción de videoclip tan llamativo, que en YouTube circula ya un cortometraje documental sólo para contar cómo fue que se filmó.

Al equipo de realización a cargo de la pieza, casi todos jóvenes chilotes, les resultan familiares los botes, bueyes, enormes descampados verdes y danzas tradicionales que allí se ven. Para apostar a la popularidad con un manifiesto sin concesiones se requiere de autoconfianza, y Ruiz la tiene: “Valgo por diez del continente / resisto todo porque soy más fuerte […] / A mí la lluvia no me asusta, menos el viento / barro y pasto, no cemento, es el suelo donde crecí yo […] / Ay de ti, lamento que no seas de aquí”.

¿Música urbana? No habría cómo limitarla a esa etiqueta. El centro del tema, de hecho, se proyecta muy lejos de la ciudad: “No quiero un auto, quiero una lancha / pa’, en cuanto pueda, perderme en el mar / pues vengo con la fuerza de un temporal…”.

La historia entre cantantes chilenos y la música mexicana es extensa, nutrida y llena de próceres. Bendita apropiación cultural. La adorada Guadalupe del Carmen fundió los nombres de las santas patronas de ambos países para —desde Chanco primero y Santiago, después— extender una lectura de la ranchera que de pronto parecía esencial a nuestros campos y costumbres. En 1987, la Asociación de Mexicanos Residentes en Chile le regaló pasajes para que al fin pudiera conocer su país y cantar en Plaza Garibaldi, en agradecimiento a su cruzada por convertir la canción campesina mexicana en parte de la cultura popular chilena. Tres semanas antes del viaje la cantante murió en su lugar de trabajo. No por nunca haber llegado a conocer México puede decirse, sin embargo, que Guadalupe del Carmen no lo encarnó.