El crecimiento inorgánico en la cantidad de trabajadores en el sector público, la precariedad de sus formas de contratación, los recientes pronunciamientos de la Contraloría, la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional sobre el personal a honorarios y a contrata, la presión de las asociaciones de funcionarios para mantener beneficios, y la falta de liderazgo político para emprender una reforma de las personas en el Estado, han configurado un escenario negativo y preocupante para la proyección de un estado moderno, flexible y capaz de hacer frente a los desafíos de futuro.
Pulso da cuenta -en base a cifras entregadas por la Dirección de Presupuestos-  que los empleados públicos superan los 307.000. De ellos, más de 180.000 corresponden a funcionarios a contrata, una forma de vinculación supuestamente transitoria e inestable, pero que se ha ido transformando en una regla dominante en el empleo del sector público. Las cifras informan también que en el último gobierno de Michelle Bachelet se incorporaron más de 50.000 funcionaron, cantidad que aparece excesiva e inconsistente con la situación del empleo en Chile durante el gobierno de la ex Presidenta. La mayoría de estas incorporaciones se hicieron a la contrata. Estas cifras deben generar un debate, pero especialmente, deben llamar a la acción.
Las personas se vinculan con el Estado a través de distintos formas: planta -estructura más permanente pero muy rígida y limitada, contrata -la figura creciente de los últimos años-, y honorarios -aquella forma más frágil de vinculación.
Durante los últimos años se inició un plan de traspaso de cerca de 8.000 funcionarios anuales desde la situación de contrato de honorarios hacia la contrata estatal. Ello con el objetivo de reducir la precariedad laboral de muchos funcionarios que cumplían labores permanentes pero vinculados sólo a través de un contrato de honorarios.
Pero este programa de regularización es totalmente insuficiente. Hace ya décadas que se requiere liderazgo y conducción para abordar una verdadera reforma a las personas en el Estado, pero esto ha quedado truncado en el camino.
Tal vez la creación del Sistema de Alta Dirección Pública el año 2003 fue el último paso significativo en la modernización del empleo en el Estado, pero su ámbito de acción se limita a los altos directivos y no aborda a la gran mayoría de los funcionarios.
El tema central es ¿cómo adaptamos nuestro Estado y a sus trabajadores para los enormes desafíos que tiene un país de clase media como Chile, que ha evolucionado y progresado, pero cuyo Estado se mantiene rígido e inorgánico? Respuestas existen, y están disponibles para los líderes políticos. Las universidades y centros de pensamiento han elaborado alternativas y propuestas para avanzar hacia un nuevo estatuto laboral de los trabajadores del sector público.
¿Por qué, entonces, ello no sucede? Porque el cambio -como la mayoría de los cambios- tiene costos y afecta intereses. Los recursos económicos necesarios para emprender esta reforma en el estado son cuantiosos y compiten con otras prioridades que aparecen más urgentes y visibles. Por otra parte, el cambio afecta intereses de grupos organizados y estructurados en torno a las asociaciones de funcionarios del sector público, y, para los gobiernos, enfrentar estos a estos grupos de interés -arriesgando paralizaciones sostenidas y otros conflictos- es un alto costo a pagar que suele postergar la acción política en este tema.
Chile necesita con urgencia una modernización del empleo público para enfrentar los desafíos de un estado moderno, capaz, flexible y eficiente. No hacerlo pronto puede tener consecuencias significativas para el futuro.