Fue hace pocos días, en la cafetería de un mall. Después de muchos años -sacamos la cuenta y eran 16-, me reencontré con Nacho, un amigo argentino con el que compartimos trabajo siendo él corresponsal de un diario chileno en el que yo trabajaba en los noventa. La última vez que nos vimos había sido en Buenos Aires, en una pizzería. En aquella ocasión hablamos de fútbol, especialmente de Marcelo Salas. En ese entonces, el recuerdo de lo que había hecho el Matador en River seguía tan vivo como si se tratara de una película recién estrenada, a pesar de que ya llevaba un par de temporadas jugando en Italia.

Ahora que volvimos a vernos, luego de tantos años, nos pusimos al corriente de lo que habían sido nuestras vidas, de los anhelos conquistados, de los sueños rotos, de los giros impensados que las biografías propias habían tomado. Obviamente también hablamos de fútbol. Nacho acababa de regresar de la costa y había quedado maravillado con la historia de Osvaldo Papudo Vargas -sí, había recorrido la zona de Maitencillo, Zapallar y… Papudo-, un recio central que en su breve paso por La Roja había hecho historia al marcar -el 18 de septiembre de 1980- un recordado gol de tiro libre a la Argentina campeona del mundo, en un amistoso que terminó 2-2 en Mendoza.

Ya cuando nos habíamos contado todo lo que debíamos contarnos, Nacho me dijo que tenía que hacerme una pregunta muy importante. Llevaba tiempo con una duda casi fundacional sobre Marcelo Bielsa y su incidencia en el desarrollo del fútbol chileno. Él era de la idea de que en Chile había un antes y un después de Bielsa, pero muchos chilenos con los que había conversado habían minimizado el aporte del Loco, fundamentalmente porque en materia de resultados no había hecho más que Nelson Acosta, en alusión a la eliminación de Chile en la segunda ronda del Mundial de Sudáfrica.

Para mí la discusión sobre el aporte de Bielsa al fútbol chileno está zanjada hace rato. Y los reparos que ofrecen los resultadistas en función de lo que ganó o no ganó, no son más que aletazos de miopes. No hay cosecha sin siembra, y lo que hizo Bielsa fue sembrar como nadie antes había sembrado. Que él haya recogido o no los frutos de ese trabajo es una cuestión de segundo orden. Tarde o temprano debía ocurrir que Chile ganara un título importante. Y parte de esos títulos que Chile consiguió con Sampaoli y Pizzi son responsabilidad de quien los antecedió, lo mismo que el hecho de haber clasificado a dos mundiales consecutivos.

Nacho ha seguido la carrera de Bielsa. Y sabe que es un técnico distinto. O mejor dicho, que es más que un técnico. Que ahí donde va lo acompaña una mirada del mundo que obliga a romper paradigmas, que sienta las bases de un nuevo orden. Lo hizo en Chile y luego lo hizo también en Marsella. Pocos técnicos saben más de pasión y compromiso que Bielsa. Pocos, además, tienen esa condición humana que les permite pasar de banalidades y entender que la vida no se vive en la superficie, sino en territorios más profundos y valiosos.

Imagino que Nacho debe haberse alegrado de lo que decían los diarios ayer. Imagino que ya se ha interiorizado del presente del Lille y de lo que puede hacer Marcelo Bielsa con un equipo que lucha por escapar del descenso. Pero más allá de todo eso, de la suerte que puede correr, siempre será bueno saber que sigue vivo y que en algún lugar del mundo está implantado su revolución. Una revolución que al menos en Chile trazó una verdadera grieta divisoria antes y después de Bielsa.