OCTUBRE 

[Sudamérica]

La pequeña África colombiana

Por Tania Opazo

El monumento que se erige en la plaza central de Palenque de San Basilio no es cualquier monumento: el cuerpo que apunta hacia el cielo y rompe las cadenas es el de Benkos Biohó, líder africano que hace más de 400 años inició junto a otros esclavos cimarrones un foco de rebelión contra los españoles que los explotaban a 50 kilómetros de Cartagena de Indias.

La estatua es la puerta de entrada al que, por mucho tiempo, presumió de ser el primer pueblo libre de América y que tiene buena razón para sacar pecho: en 2005 Palenque fue declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la Unesco, por conservar en el tiempo una herencia africana que se hace evidente en sus calles de tierra.

En Palenque -así eran llamados los bastiones de resistencia creados por los esclavos africanos-  no hay mucha infraestructura ni paisajes deslumbrantes. Su riqueza está en otra parte y aparece al escuchar a sus habitantes hablar en palenquero  -una mezcla entre bantú, español y portugués-, al ver a sus mujeres equilibrar en sus cabezas los productos que venden en Cartagena o al echar a volar la imaginación para sentirse en Angola o en cualquier otro país africano.

Durante el año, Palenque de San Basilio recibe una cantidad moderada de turistas, interesados básicamente en la historia. La calma, sin embargo, se esfuma en octubre, generalmente en la segunda semana, cuando se celebra el Festival de Tambores y Expresiones Culturales. Desde 1985 la fiesta reúne en tres días a lo más representativo de la rica cultura del pueblo: talleres (hasta de peinados típicos), seminarios, artesanía y gastronomía local y músicas tradicionales como el entrompao, la chalusonga, la champeta o el bullerengue.

La gloria es total si, además, uno logra ver en el escenario al Sexteto Tabalá, el símbolo máximo del son palenquero, un ritmo que entró al pueblo por medio de unos ingenieros cubanos que llegaron a trabajar a las cañas de azúcar de la zona en la década del 20. El fundador del Tabalá, Rafael Cassiani, tiene 82 años, una memoria prodigiosa y en Palenque está a la altura de Benkos Biohó o de Kid Pambelé, el primer boxeador campeón mundial de Colombia, nombrado por el cantante Carlos Vives en su canción “Pa’ Mayte”. Cada tanto llegan turistas a visitar a Cassiani a su casa y si él anda de ánimo, saca los tambores a la calle y se pone a cantar. “El son se acabó en el mundo entero, aunque dicen que queda en Cuba, pero eso se acabó ya. El único que toca el son antiguo, con los instrumentos de antes, es el Sexteto Tabalá”, ha dicho Cassiani en más de una oportunidad.

La música es, como se ve, parte de la identidad de los palenqueros, tanto en la vida como en la muerte. No en vano aún se mantiene vigente la práctica del lumbalú, un ritual africano que se realiza en comunidad nueve días seguidos después del funeral. Si en los mismos días de festival se topa con uno, pida permiso y observe con respeto. La pequeña África ofrece la oportunidad de vivirlo sin necesidad de cruzar el charco.T

NOV.

[Centroamérica]

Aruba al plato

En los últimos tres o cuatro años, Aruba se ha convertido en un destino muy apetecido por los chilenos, a lo que ayuda que su conectividad con nuestro país haya mejorado considerablemente. En vez de llegar vía Miami y tardar más de quince horas, hoy hay tres aerolíneas que llevan a este lugar en unas ocho.

Muchos viajeros que sufren con la humedad y las altas temperaturas caribeñas encuentran en esta isla a 24 km al norte de la costa venezolana un remanso de frescura, ya que Aruba tiene una brisa constante, que hace mucho más agradables sus 27 °C promedio. Su paisaje -con aguas de colores que parecen irreales- es más parecido al de nuestro Norte Chico que a las verdes plantaciones de cocotales de Cancún o Punta Cana. Sí, Aruba es más bien desértica y, si bien hay algunas playas con palmeras introducidas, no es la postal típica del Caribe. Pero quien viene por primera vez, por lo general regresa.

Algo que caracteriza a Aruba es su multiculturalidad. Más de 96 nacionalidades diferentes conviven en este territorio. Los locales manejan en general cuatro idiomas: holandés; papiamento, inglés y español, y en sus calles se puede encontrar un supermercado coreano a metros de otro chino.

Como resultado hay cocina de todas partes del mundo y la oferta es contundente: sólo en la capital, Oranjestad, hay más de 200 restaurantes, muchísimo para un lugar como Aruba, más pequeño que Rapa Nui. A esa variedad también contribuye que la mayoría de la hotelería no sea tipo “todo incluido”, lo que obliga a los huéspedes a salir a comer.

Para los que buscan platos rápidos y baratos, a las cadenas de comida rápida les compiten los sabores locales, especialmente pescados y mariscos, en restaurantes simples pero sabrosos, donde la cocina creole es protagónica. Ahí se pueden probar los “pastechis”, una medialuna salada, rellena de pollo, atún, carne o queso y jamón que es un símbolo nacional. Hay que acompañarlo con una Balachi, la cerveza local de color dorado. Más contundente es el “pisca hasa crioyo”,  filetes de pescado criollo fritos y servidos con salsa de cebolla, tomate, pimienta y ajo. Simple pero delicioso.

Para darse gustos también hay mucho donde elegir. En Carpe Diem hay comida internacional pero basada principalmente en pescados y mariscos. El estiloso lugar está junto al muelle del hotel Renaissance, por lo que además tiene excelentes vistas. También está Buccaneer, uno de los más antiguos de Aruba, decorado con acuarios llenos de peces, moluscos y crustáceos y cuyo bar es una hermosa proa de barco. Ahí o -en cualquier restaurante o bar de la isla- hay que probar el “Aruba Ariba”, una suave bebida muy frutal con coecoei (licor local de color rojo hecho de agave), vodka, ron, crema de plátano, un chorrito de granadina y jugo de fruta sobre hielos, que finalmente se remata con un toque de Grand Marnier. Papiamento es uno de los mejores restaurantes de Aruba, el que tiene un ambiente muy chic y al que hay que llegar con reserva. Destacan los langostinos a la piedra, la sopa thai de coco, cazuela de mariscos y una gran variedad de cebiches. Y para saber lo último en  innovación culinaria, se puede reservar en The Kitchen Table by White, una cocina abierta, minimalista, pulcra y moderna en donde el chef Urvin Croes prepara sus recetas isleñas e internacionales para un máximo de 16 personas.

Otros imprescindibles son el Ponche crema, una bebida hecha artesanalmente por muchas familias, pero que también se vende embotellada. Lleva ron, yemas de huevo y crema. Dele también una oportunidad al Cosh dushi, confituras caseras que se venden en supermercados y hasta farmacias. Y el Funchi, una preparación con harina, como un pan, que se sirve junto a pescados y guisos.  T

DICIEMBRE

[Sudamérica]

Brasil imperial

Por Gonzalo Argandoña Mc

Las teleseries brasileñas han puesto varios destinos de ese país de moda. Por años y en numerosas producciones apareció Angra dos Reis como el sitio a donde “los ricos” se arrancaban los fines de semana a sus casas en la playa. Seguidores de los culebrones en todo el mundo soñaban con conocer esta pequeña ciudad y sus islas llenas de encanto. Ahora, aunque la trama de Imperio, teleserie actualmente al aire en Canal 13, transcurre en Río de Janeiro, aparece de manera recurrente el pueblo de Petrópolis, donde una de las protagonistas, María Marta, tiene una de sus casas. María Marta Medeiros de Alburquerque es una aristocrática casada con el Comendador, dueño de una enorme fortuna y no elegiría cualquier pueblito para tener su mansión de descanso y desconexión. Petrópolis es la única ciudad imperial de Latinoamérica, ubicada a una hora de Río de Janeiro, subiendo hacia las montañas y en una zona que, por su belleza, vegetación y clima, encandiló a un rey, a un genio de la aviación y a una Premio Nobel de Literatura.

Fue en 1822 que la serra da Estrela hipnotizó a Pedro I, el rey que ese mismo año declaró a Brasil como un país independiente de Portugal y, de paso, se coronó emperador. Sería en uno de tantos viajes hacia Minas Gerais por el llamado Camino del Oro que decidió quedarse aquí unos días, atraído por la vegetación y el clima fresco, muy distinto al del caluroso Río. Desde ese momento no dejó de volver y, compró la hacienda que hoy domina el centro de Petrópolis para levantar una residencia de verano. Su hijo, Pedro II, concretó su sueño cuando fundó la ciudad, en 1843, y autorizó la llegada de colonos alemanes. De paso, reservó dos espacios bien delimitados: uno para construir el palacio real y los jardines y otro para levantar la catedral, sus más potentes imanes turísticos en un pueblo que hoy recibe más de medio millón de visitantes al año y tiene una importante población flotante de cariocas durante los fines de semana. Por ello, Petrópolis tiene bastante que ofrecer a los turistas partiendo por una gastronomía estupenda donde la cocina germana es protagonista, y muchos bares de cerveza artesanal, grandes parques y áreas verdes.

Los aristócratas siguieron a la monarquía y levantaron aquí enormes mansiones de veraneo, donde capeaban el calor desde diciembre. Surgieron los canales sombreados, las alamedas amplias con lujosas casas en los más eclécticos estilos, palacetes parisinos y chalets suizos, un palacio de cristal traído desde Francia en 1879 a una catedral neogótica. Hoy, el Palacio Imperial es un museo imperdible en el que se destacan coronas de oro, perlas y brillantes, la enorme capa del rey y su trono.

Otro museo diferente, pero atractivo, es la casa de José Santos Dumont, llamada La Encantada, donde el aviador diseñó numerosos planos de globos aerostáticos y aviones. Este gigante de la aviación creó numerosos artefactos y espacios en su casa de tres pisos y de estilo alpino, desde su diminuto baño con una pequeña ducha que calentaba el agua con alcohol a un altillo-oficina-dormitorio. Se exhiben innumerables objetos, cartas y libros y la curiosa escalera cuyos escaños tienen forma de raqueta representan toda su personalidad supersticiosa: para subir o bajar siempre se debe partir con el pie derecho.

Pero la historia menos conocida, incluso para los habitantes de Petrópolis, es que aquí vivió como cónsul de Chile Gabriela Mistral. Se dice que hastiada del calor de Niteroi, donde estaba el consulado, y atraída además por el ambiente intelectual de la ciudad en los años 40, se instaló en una señorial casa de la calle Buarque de Macedo. Aquí llevó una activa vida social, recibió visitas constantes de escritores y críticos literarios y la llamada que le anunció que había ganado el Premio Nobel, el 15 de noviembre de 1945. Y fue aquí también donde vivió el peor de sus infiernos: el suicidio de Yin Yin, su hijo adoptivo de 18 años, en agosto de 1943. Lamentablemente hoy, ni siquiera una placa recuerda el paso de la poetisa chilena por esta linda ciudad.