Es natural que faltando pocas semanas para las elecciones presidenciales se discuta con ahínco sobre el significado de las cifras que entregan las encuestas. Algunos sacan cuentas demasiado alegres, otros ven conspiraciones y otros, nerviosos, proponen soluciones desesperadas para salvar los muebles.

Sin embargo, se habla poco de los aspectos no electorales que surgen de la encuesta del CEP, como asimismo de otras encuestas y estudios, algunos de fuente académica que entregan pistas para comprender el porqué de las preferencias electorales y también por qué el interés electoral tiende a ser tan bajo y puede presagiar una baja asistencia a las urnas.

Leyendo esos datos e informaciones, aparece una opinión pública que piensa bastante distinto a la que consignan los relatos electorales de uno y otro signo.

Los chilenos no parecen percibirse como habitantes de un país desastroso o angustiado.

Curiosamente, piensan que tanto a ellos como a sus familias les va bastante bien, mejor que a los demás y, sobre todo, que en el futuro les irá aún mejor. Si bien piensan que a los otros no les va tan bien, tampoco afirman que les va tan mal, y en el futuro creen que les irá mejor. Podríamos concluir que son moderadamente optimistas.

Encuentran que el país está más bien estancado en el crecimiento, pero que crecerá más en el futuro y habrá más empleos.

Sus preocupaciones son muy concretas, tienen que ver con la seguridad ciudadana, las pensiones, la salud y la educación.

Son críticos frente a cómo las autoridades responden a estos problemas, pero reconocen que respecto de la salud y la educación han existido avances progresivos desde hace ya varios años.

Su interés es mucho menor frente a temas importantes, pero más conceptuales, como la reforma constitucional y los niveles de igualdad.

Sus opiniones tienden a ser más seculares que en el pasado en lo que respecta a la autonomía de sus decisiones en temas de la moral sexual, y no son para nada refractarios al progreso social.

Esa disposición favorable a los cambios no se basa en una convicción doctrinaria y menos aún en posiciones antisistémicas, sino más bien en la esperanza de que tales cambios produzcan una mejoría de su situación individual y familiar.

Ahora bien, si sospechan que tales cambios ponen en peligro avances ya adquiridos fruncen la nariz de inmediato.

Estamos entonces frente a una sociedad que percibe sus problemas y defectos, detesta los abusos, injusticias y privilegios, critica a quienes usan mal su poder público o privado, pero que también percibe lo que ha logrado más de lo que deja entrever su estilo gruñón y quejumbroso.

Los chilenos saben que viven en un país que funciona razonablemente y en el cual existe una cierta tranquilidad.

Aprecian la vida democrática de manera circunspecta, pero la prefieren a cualquier otra alternativa; parecen no querer retrocesos autoritarios ni tampoco un mundo repleto de conflictos y peloteras; al final del día aprecian más que se logren acuerdos que vivir en un enfrentamiento perpetuo y rudo.

Todo esto indica que la sociedad chilena no está inflamada de espíritu jacobino, no anda buscando hacer rodar cabezas para saciar su ira, no presenta ninguna de las condiciones objetivas que V.I. Lenin (que de esto sí sabía) planteaba para describir una situación revolucionaria, vale decir, "cuando los de arriba no pueden vivir como hasta entonces y los de abajo no quieren vivir como antes".

Si las cosas fueran más o menos así, es necesario buscar una explicación del porqué los chilenos "ahora y sólo por ahora", como dice un locutor deportivo, están prefiriendo sin demasiado entusiasmo a un candidato de derecha y no a una opción más parecida a su talante mesurado, pero no conservador.

Parecería que la respuesta hay que buscarla por el lado de la oferta más que en el de la demanda.

Si bien hay candidaturas que se definen dentro del espacio de la centroizquierda, ellas andan cada una por su lado, no logran conformar una propuesta atractiva, aparecen demasiado pálidas y endebles, con el agravante de que aquella que concita más apoyo está llena de confusiones y contradicciones en su intento de seducir al mismo tiempo públicos demasiado distintos.

No existe, en consecuencia, un espacio unido de un reformismo progresista sólido, crítico de sus errores, pero orgulloso del camino de la transición democrática, que es su mayor patrimonio histórico.

Un reformismo capaz de impulsar los cambios de hoy, con un estilo adecuado, para sumar mayorías ciudadanas, con estándares éticos altos y claramente diferente al neopopulismo radical y sus letanías antisistémicas que colocan en un mismo saco las orientaciones neoliberales de la derecha con la postura reformadora que plantea un espacio público activo y al mismo tiempo un espacio privado eficiente.

Esa opción hoy ausente existió en la transición democrática y se expresó en los gobiernos de la Concertación, los cuales tuvieron más éxitos que errores en la conducción del país por muchos años, pero fueron ferozmente atacados no solo por la derecha, sino también por una izquierda que los aceptó por años a regañadientes.

Incluso, parte de sus mismos protagonistas no los defienden cuando sus nuevos compañeros de ruta o los populistas consideran a dichos gobiernos como meros "administradores del modelo".

Bajo el encandilamiento de la calle que unía carencias reales con propuestas simplonas, el actual gobierno adoptó una bulimia reformadora desprolija, con un tono, un relato y una forma de hacer política tendiente a marcar el rompimiento con la experiencia concertacionista que terminó por debilitar su base media y popular de apoyo sin lograr el apoyo del izquierdismo radical.

Si bien logró significativos logros sociales, institucionales, educativos, culturales, energéticos y libertarios que perdurarán, y le deben ser reconocidos, ellos lucen opacados por la impericia de la ejecución en varias reformas, el descuido por el crecimiento económico y la baja sustentación ciudadana, que llevó a un resultado político pobre: la centroizquierda dividida, la derecha vigorizada y un neopopulismo constituido que continúa, por lo demás, rechazando con desdén las propuestas de la izquierda clásica.

Por supuesto, en la generación de este cuadro la responsabilidad es muy compartida entre el gobierno y los partidos que conformaron la Nueva Mayoría, ambos tienen pesadas responsabilidades que dejan poco espacio a la autocomplacencia y que entregarán un legado apenas de dulce y agraz.

En política, sin embargo, jamás se puede anticipar a ciencia cierta un resultado electoral, y de ello dependerá en buena parte la forma que asuma en el futuro el realineamiento de las fuerzas políticas, todas las cuales, como bien sabemos, atraviesan hoy un periodo de baja estima de la ciudadanía.

Sea cual sea el resultado, quedará pendiente la reconstrucción de una centroizquierda reformista y serena a la vez, la que deberá repensarse no en base a la nostalgia de un pasado que no volverá, y donde la mayor parte de sus impulsores pertenecerá a las nuevas generaciones.

Será una tarea larga, que debería permitir generar una oferta progresista moderna, con la vista fija en la construcción de futuro, pero a la vez orgullosa de las conquistas acumuladas en el caminar democrático.