Todo lo que hacían mis compañeras de curso me parecía estúpido. Yo no estaba para bailar a las Spice Girls ni a los Backstreet Boys, aunque sus ritmos me parecieran pegajosos. No iba a tenerle miedo a cruzar el estero de un salto, eso lo hacían las niñas, las tontas. Mis modelos a seguir eran hombres, porque en las películas y en los libros las personas que tenían aventuras eran hombres: recuerdo haber querido ser Tom Sawyer y nunca Becky, Marty McFly y jamás Jenny, porque Becky y Jenny no hacían nada, y yo quería vivir todas las aventuras que veía y leía, y eso sólo estaba permitido para el sexo masculino. Viajar en el tiempo, encontrar un tesoro pirata, navegar el Mississippi en balsa, escaparse de la casa y saltar de un tren en movimiento, conocer a los monstruitos que viven bajo la cama y emprender un viaje junto a uno de ellos: todas esas eran aventuras que sólo los hombres podían vivir, mientras las niñas se quedaban en casa intentando no arrugar su vestido.

Por culpa de los libros, las películas, los scouts y las profesoras, yo no quería ser como ninguna mujer y, peor, despreciaba casi todas sus costumbres. No sólo era que quería ser hombre; lo más importante era que no quería ser mujer. El cuerpo de una mujer me parecía inútil, una condena a sentarse, callada, a escuchar las historias de otros y a sonreír con los chistes ajenos. Ser mujer era ser personaje secundario y, peor, un secundario bien limitado. Nada de lo que veía a mi alrededor ayudaba: en los scouts, los hombres tenían las actividades divertidas, jugaban mucho más, mientras las niñas llenábamos un cuaderno, que nosotras mismas habíamos forrado con género, con dibujos y mandamientos. En clases, ser graciosa estaba mal visto. No había otra niña en mi curso que interrumpiera la clase con un buen chiste, eso era algo muy feo: las mujeres no interrumpen, no hacen chistes. Hombres sí, muchos lo hacían.

Recuerdo haber ido, con cuatro compañeras, a hablar con el profesor de educación física de mi colegio para pedirle que nos hiciera un taller de fútbol y dijo que no se podía. No dio razones, simplemente no se podía. Y también recuerdo a una profesora explicándole a una amiga, en tercero básico, que ella no podía declarársele a un niño, que eso le correspondía a él. Mi amiga me contó, al terminar la charla, que estaba muy contenta porque la profesora había prometido enseñarle una táctica para conquistar silenciosamente a los niños. ¿Acaso éramos tan limitadas que no podíamos expresar nuestros deseos? Todo me pareció muy tonto, no sólo la profesora: yo no hablaba de niños que me gustaban porque ese nivel de romanticismo era estúpido, era de niñitas. ¿Por qué —me preguntaba— había tenido que nacer en un cuerpo invalidado? ¿Qué había hecho en mi vida pasada para merecer semejante castigo?

El mundo me había enseñado que la razón era superior a la emoción o la intuición, y yo quería ser razonable. Creo que nunca se me ocurrió pensar que, si yo era mujer y no era como las de las películas, las películas estaban equivocadas y las mujeres podían ser cool también. O que mis pobres compañeras vivían esa misma injusticia. Nunca me acerqué a preguntarles qué pensaban al respecto, asumí que les gustaba su miserable posición en el mundo y no miraban con envidia los juegos de los hombres en scout.

Luego, el ensimismamiento adolescente me llevó a olvidar el problema. De pronto ya no me importaba ser hombre o mujer ni que se burlaran de mí por no ser lo suficientemente femenina. No me importaba nada que no fuese yo, como a cualquier adolescente. Olvidé qué era lo que podía hacer o lo que me correspondía, simplemente hacía lo que quería, y en ese desinterés por las categorías del mundo, se me aclaró, por ejemplo, que no me gustaba nada el fútbol, pero sí el color rosado. El rosado no era tonto, sólo era un color. Así con todo. Y cuando desperté de ese mal sueño de hormonas e irritabilidad, y volví a mirar a mi alrededor, resultó que a casi todas nos había pasado igual: mis compañeras y amigas también habían decidido que podían hacer lo que ellas quisieran, no lo que se nos pedía. Casi todas habían envidiado, como yo, las actividades y juegos que daban a los hombres. Y a mí hacía rato que ya no me parecían miserables: la intuición no tiene nada de despreciable. La razón tampoco.

Constanza Gutiérrez estudió literatura en la Universidad Alberto Hurtado, es escritora y en 2014 publicó la novela Incompetentes (La Pollera), que ya va en su tercera edición. En marzo lanza su segundo libro, que esta vez es de cuentos.