Chile hizo enormes progresos a partir de la adopción de una economía libre, donde precios de bienes y servicios, remuneraciones y rentabilidad del capital, se determinan competitivamente en el mercado, todo ello en un marco de apropiada e indispensable regulación; y donde a través de la recaudación de impuestos el Estado provee bienes públicos a la población en general y presta apoyo a grupos con necesidades especiales. Así, creciendo, nuestro país llegó a liderar en ingreso per cápita e indicadores sociales en América Latina.

Por muchos años este progreso innegable alimentó en el país una sensación de orgullo por lo logrado, y dio continuidad a gobiernos pro mercado y propiedad privada, favorables a un estado subsidiario. En los últimos diez años, sin embargo, por múltiples factores, tomó importancia el concepto de desigualdad, como métrica para juzgar los avances económicos y sociales; asimismo, aumentó el escrutinio sobre empresas y grupos de poder de cualquier índole, enfatizando lo negativo.

Transformando la nueva sensibilidad en un erróneo enfoque refundacional, el actual gobierno propuso hacer del país una sociedad de "derechos sociales", garantizados por un Estado que, de un rol subsidiario, debía pasar a monopolizar la prestación de muchos servicios, y donde el "lucro" sería restringido por regulaciones y carga tributaria. A corto andar, el proyecto ha probado conducir a un país desmotivado en lo económico, que ya no crece para mejorar las posibilidades de empleo y remuneraciones, mermando los recursos fiscales para atender políticas sociales.

El peligro del estancamiento económico, dificultades financieras para el fisco e inestabilidad política, han traído de vuelta el aprecio por el crecimiento. Frente a lo que se percibe como una promesa de "sociedad de derechos" que reduce oportunidades, el país parece inclinado a retomar la estrategia que le trajo el mayor progreso en su historia, sin abandonar su nueva sensibilidad frente a irregularidades o discriminaciones arbitrarias. Curiosamente, la dirigencia de la Nueva Mayoría se niega a reflejar esta realidad en una propuesta pro crecimiento, insistiendo en dar continuidad al mismo enfoque igualitarista que el Frente Amplio ofrece llevar a su máxima expresión. La cancha parece despejada para que solo la candidatura de Chile Vamos represente las posibilidades de gobernabilidad, avance en políticas sociales y progreso, propias de una economía libre, a pesar de que alguna vez éstas llegaron a estar asociadas a la Concertación.

Alguna facción de la Democracia Cristiana parece entender la importancia de no regalar la llave de las "oportunidades" a la centroderecha, pero sin la fuerza para distanciar a su partido de los errores conceptuales de la Nueva Mayoría. Si, en algún grado, los postulados de Chile Vamos aún dejan espacio para el surgimiento de partidos de centro, éste parece estar siendo ocupado por partidos nuevos. Mientras, la DC, larvada por conceptos igualitaristas, se declara aislada por la izquierda, y dispuesta a negociar con el PRO.