Hay quien dice que una buena historia es siempre una buena historia, pero la más reciente adaptación fílmica de El retrato de Dorian Gray puede servir para cuestionar tal afirmación. Responsabilidad del británico Oliver Parker, que ya hecho carrera con obras de Oscar Wilde (Un marido ideal y La importancia de llamarse Ernesto), pone en escena a un joven que llega a Londres provisto de su inocencia y de su belleza efébica (Ben Barnes). Ahí será  cooptado primero por un artista que le hace un retrato (Ben Chaplin) y luego por un libertino lenguaraz (Colin Firth) que lo introducirá en los placeres mundanos y le enseñará que las dos cosas que vale la pena tener en la vida son juventud y belleza. Y si Dorian quiere mantener ambas, tendrá que pagar un precio que no es menor. A quien quiera acercarse a los hallazgos, sutilezas e ironías de Wilde, se le insta fervientemente a buscar en cualquier lado, menos en un largometraje que, en el mejor de los casos, se candidatea a pasar colado en el trasnoche del cable. Pródigo en obviedades visuales y auditivas, en personajes de cartón y flashbacks de pacotilla, este Retrato tiene modos crueles y dolorosos de ser una película lamentable.