El año 2009 vio la luz un filme de ciencia ficción, independiente, atípico y poderoso titulado Moon. El director, el joven Duncan Jones, fue sensación en Sundance, alabado por la crítica y rápidamente pudo dejar atrás un estigma que traía consigo: ser hijo de David Bowie. Su ópera prima acerca de un astronauta que lleva tres años trabajando en la más absoluta soledad en una estación lunar, le valió el reconocimiento unánime de especialistas y noveles. El proyecto elegido por Jones para continuar su carrera fue Ocho minutos antes de morir. A pesar de lo inverosímil y hasta repetitivo que puede sonar el argumento, se las arregla para salir más que en buen pie.

El soldado Colter Stevens (Jake Gyllenhaal) despierta en medio de un viaje en tren a Chicago. No sabe cómo ha llegado ahí, no conoce a la hermosa chica sentada frente a él, quien insiste en llamarle Sean, y menos reconoce el cuerpo que está habitando y que ve reflejado en el espejo. Antes de que logre entender lo que pasa, el tren explota y Stevens muere/despierta nuevamente. Esta vez en una especie de cápsula espacial. Por medio de una pantalla se comunica con una mujer y un científico. Ambos le explican que está en un experimento y que está reviviendo los últimos ocho minutos del viaje de un tren que esa mañana explotó por un atentado. Su misión es identificar al terrorista para así evitar que accione un artefacto nuclear en la ciudad. No importa cuántas veces deba volver a revivir esos ocho minutos. No importa cuántas veces deba experimentar el terror de morir en la explosión.

¿Suena enrevesado? Lo es, pero el director se las arregla para no olvidar al espectador, como también para realizar una película 20 veces más cara que su debut, manejada por un gran estudio y llena de personajes. Lo importante es que Jones no se obnubila y sigue indagando en sus propios temas: la identidad, la desaparición del individuo en medio de la tecnología, la burocracia y su poder sobre las personas. De manera directa y cuidadosa, construye un viaje al alma humana, un thriller de acción que cuenta con más sesos que el promedio de las películas en cartelera, además de entregarnos las mejores actuaciones de la mayoría de sus intérpretes.

Ocho minutos bien podría ser uno de los mejores estrenos de la temporada, pero posee un pecado imperdonable: un final sobrepuesto, artificioso, que desmerece y desacredita lo impecable que se había visto hasta ese momento. Es cierto que el viaje en este tren vale la pena y también es cierto que este final postizo da mayor fuerza a una de las teorías del director: las corporaciones hacen desaparecer al individuo y nuestra identidad siempre está en peligro.