España ha quedado profundamente fracturada tras el fallido plebiscito que el gobierno catalán llevó a cabo el domingo, mediante el cual pretende validar una declaración unilateral de independencia. Se trata de un infeliz episodio, en que todos los estamentos de la sociedad española han perdido y nadie ha resultado vencedor. Las escenas de violencia entre manifestantes y la policía nacional -que dejaron cientos de lesionados-, quedarán como una de las imágenes más lacerantes desde que el país volvió a la democracia. España enfrenta ahora un momento de especial tensión, pues deberá resolver cómo procesa institucionalmente las demandas por mayor autonomía -las que inevitablemente han llegado para quedarse- pero sin llevar a la desintegración del país. Tal desafío se ve aún más complejo ante la debilidad del sistema político español, fragmentado en fuerzas irreconciliables.

Aun cuando el gobierno de Carles Puigdemont pretende darle validez al plebiscito -según el gobierno catalán, votaron más de 2 millones de personas, y el "Sí" logró el 90% de los votos-, dicho resultado carece de legitimidad, pues además de que el Tribunal Constitucional español había declarado inválido dicho proceso, éste careció de formalidades básicas y los votantes que concurrieron a las urnas fundamentalmente fueron los partidarios de la independencia; además, es un hecho que los propios catalanes estaban muy divididos frente a esta convocatoria. La Comisión Europea ha vuelto a señalar que cualquier intento de secesión no será reconocido por la Unión Europea, reiterando su respaldo al "orden constitucional", si bien la instancia ha manifestado su honda preocupación por las escenas de violencia que se vivieron el domingo.

Esta falta de respaldo internacional, su inconstitucionalidad y las propias reticencias que el proceso ha causado en la sociedad española, hacen improbable que la declaratoria de independencia que Puigdemont pretende solicitar al parlamento catalán, tenga algún destino. Pero aun así es una manifestación obvia de que los independentistas no detendrán su camino, lo que hace imperioso encontrar pronto una salida institucional, cuyo punto de partida es volver al diálogo. El gobierno del presidente Mariano Rajoy ha mostrado incapacidad para conducir este proceso, manteniendo un mecánico discurso de apego a la Constitución y la ley que, siendo totalmente acertado, ha mostrado no ser suficiente para contener esta suerte de catástrofe. Es probable que el envío de fuerzas policiales a incautar urnas y cerrar locales de votación haya sido un esfuerzo tan inútil como contraproducente, lo que aconsejaría un profundo cambio de estrategia.

Distintos caminos se abren ahora para buscar solución a la crisis española. La invocación del artículo 155 de la Constitución, que previa aprobación del Senado faculta al gobierno a adoptar todas las medidas necesarias para que una comunidad autónoma se ajuste a la Constitución, debería ser la última de las salidas, por tratarse de un mecanismo extremo y sin precedentes. El gobierno de Rajoy y las principales fuerzas políticas del país -el Partido Popular, el PSOE, Podemos y Ciudadanos - deberán hacer lo que no han hecho en todo este tiempo: abrir instancias de diálogo y negociación a gran escala. El riesgo de no hacerlo, y permitir que sean las fuerzas más radicalizadas o las mayorías circunstanciales quienes tomen las riendas de la historia, augura más tensiones de impredecibles consecuencias. Las corrientes secesionistas proliferan a lo largo de Europa, por lo que la forma en que se resuelva el caso de Cataluña marcará un potente precedente.