EL SORPRESIVO anuncio de que el Papa Francisco visitará nuestro país en enero del próximo año -en una gira de solo tres días-, ha sido motivo de amplia satisfacción e interés, no solo por el hecho de tratarse de la segunda gira papal en la historia de Chile -antes fue Juan Pablo II, en 1987-, algo sin duda significativo no solo desde el punto de vista de la misión pastoral que anima el quehacer de la Iglesia Católica, sino también porque la presencia del pontífice -dado su carisma y reconocida frontalidad- probablemente dará pie a un fructífero debate acerca de temáticas de alta sensibilidad, contribuyendo a iluminar nuestra discusión pública.

Es improbable que la visita del Papa Francisco tenga el alcance político que entonces tuvo la visita de Juan Pablo II, la cual se dio en el contexto de una profunda división ideológica global y cuando el gobierno militar de entonces se encaminaba hacia su término, comenzando una ebullición de las fuerzas ciudadanas. Pero aun cuando esta vez no alcance tal trascendencia simbólica, sería erróneo suponer que esta nueva visita no dejará huellas. La singular personalidad del Pontífice y la variedad de temas valóricos, sociales y económicos que hoy se discuten en el país -tales como distribución del ingreso, desigualdad, aborto, matrimonio igualitario, identidad de género y protección del medioambiente, ninguno de ellos ajenos al interés del Papa- marcarán profundamente este momento.

Al escoger las ciudades de Temuco e Iquique -además de Santiago- como los puntos en que concentrará su breve visita, el pontífice parece haber enviado una señal de que pretende abordar dos temáticas que han marcado profundamente nuestro debate interno: la situación de los pueblos originarios y los inmigrantes, materias en las que el Papa Francisco encuentra especial cercanía. Extrañamente, y a pesar de que se trata de dos temáticas álgidas y de especial complejidad, su figuración en la actual campaña presidencial ha sido escasa -con propuestas más bien genéricas, sin mayor vuelo respecto de lo ya conocido-, a pesar de que serán ineludibles de abordar para el gobierno que asuma, independientemente de cuál sea su signo político.

A pesar de llevar apenas cuatro años de pontificado, el Papa Francisco ha sido prolífico en exponer sus propios sellos. Hitos significativos han sido la encíclica Laudato si (2015), donde advierte descarnadamente sobre los riesgos y consecuencias de lo que acusa como el uso irresponsable y explotación de los recursos del planeta, como también la exhortación apostólica Amoris laetitia (2016), en la cual hace ver que "no existe ningún fundamento para establecer analogías entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia". Parece inevitable que sobre ambas materias -por de pronto la Presidenta de la República ha anunciado que próximamente enviará un proyecto de matrimonio igualitario- exista fuerte interés por conocer el pronunciamiento del Papa.

Los intentos de algunos sectores por lograr un aprovechamiento político en una visita papal serán siempre un riesgo latente. Así ocurrió en 2015, en la anterior visita que el pontífice hizo a la región, donde sus inesperados dichos sobre el diferendo marítimo entre Chile y Bolivia -"estoy pensando en el mar (…) una nación que busca el bien común no se puede cerrar en sí misma"- fueron ampliamente aprovechados por el Presidente Evo Morales, causando la incomodidad de las autoridades chilenas, una situación que la sigilosa diplomacia vaticana debería procurar que no se repita.