El análisis del proyecto de Presupuesto 2018 revela la desigual distribución de recursos públicos que se entregan de manera directa a las instituciones de educación superior. Dichos fondos, a diferencia de las becas, créditos e incluso la gratuidad, no se entregan en base a las preferencias de los alumnos sino que de acuerdo a criterios que son arbitrarios (antigüedad, calidad jurídica de los dueños) y sin una razón de peso que lo justifique.

En el marco de la agenda de reforma a la educación superior que se discute en el Congreso, es conveniente repensar la actual forma de asignar los recursos, que se aleja de criterios que debieran ser rectores de un sistema moderno, abierto, competitivo y que promueva la calidad.

Este tipo de recursos debiera ir destinado a la generación de bienes públicos tales como ciencia, innovación, artes y humanidades, y financiar a aquellas instituciones que desarrollen un mejor trabajo en dichas áreas. Sin embargo del total de recursos, la ley establece que un 63% irá exclusivamente a las universidades del Estado (con un porcentaje de ellos que va directamente a la Universidad de Chile). Aunque no es fácil dimensionar el aporte de cada institución en la creación de los bienes antes mencionados, llama la atención que el reciente ranking de instituciones latinoamericanas realizado por la consultora QS, muestra que entre las 15 universidades de mayor calidad hay cinco estatales, seis privadas que son parte del Cruch y cuatro privadas creadas después del año 1981. Es decir, existe una representación casi equivalente de los tres grupos entre las universidades de elite.

Además de la desequilibrada distribución de recursos, llama la atención que su uso sea cada vez más dirigido por parte del Mineduc a través de instrumentos como los convenios de desempeño. Ello unido a la dispersión de los fondos -son cerca de 30 instrumentos distintos por un total de más de US$630 millones- diluye el impacto que estos podrían generar, lo que demuestra poca confianza en las instituciones respecto al uso de los recursos. Pese a que ese temor puede estar justificado por malas experiencias -como campus de universidades estatales que finalmente nunca operaron-, si dichos fondos se entregaran de manera abierta y competitiva, todos estos controles serían menos necesarios. Bajo un esquema como el planteado, se premiaría proyectos potentes en universidades que puedan justificar claramente el valor de dichas inversiones, sin la necesidad de burocracia para administrar diversos fondos ni de mecanismos que terminan guiando centralizadamente su uso.

Pese a que parte importante de los fondos fueron creados en la administración anterior, el actual gobierno los incrementó y separó definitivamente entre las universidades estatales y privadas que forman parte del Cruch, eliminando la competencia y agudizando el problema. Es esencial reformar profundamente la forma en que se financia la creación de bienes públicos, siguiendo modelos como los que funcionan en los sistemas universitarios más exitosos en el mundo, que priorizan la excelencia por sobre cualquier otra consideración.