La extensa ceremonia llevada a cabo por el régimen cubano para despedir los restos de Fidel Castro contempló una masiva ceremonia en La Habana el martes pasado y un recorrido de más de 1.000 kilómetros entre esa ciudad y Santiago de Cuba, deshaciendo el recorrido que el propio líder de la revolución cubana y sus hombres realizaron hace más de 63 años, cuando comenzó la sublevación contra el régimen de Fulgencio Batista con el asalto al cuartel Moncada, en esa ciudad oriental de la isla. Un simbolismo más de los muchos que ha usado el castrismo para intentar mantener viva la mística de una revolución que en los hechos terminó sumiendo a Cuba en la pobreza, la restricción total de las libertades y el estancamiento durante los últimos 57 años. Con la muerte de Fidel Castro se cierre definitivamente un capítulo y se abren interrogantes sobre el futuro de la isla.

Sería ingenuo pensar que con la desaparición del dictador, Cuba experimente grandes cambios. Castro había dejado hace más de una década el primer plano de la vida política cubana, cuando problemas de salud lo obligaron a delegar el poder -temporalmente en un inicio, y definitivamente desde 2008- a su hermano Raúl. Y si bien desde entonces el actual jefe de estado impulsó una serie de ajustes al modelo económico -dando algunas muestras de pragmatismo-, abriendo espacios limitados a la iniciativa privada e iniciando un proceso de acercamiento con Estados Unidos, paralelamente también endureció la represión política en la isla -según denuncian organizaciones internacionales como Human Rights Watch- y en los últimos meses incluso limitó algunas de sus reformas, al congelar, por ejemplo, las licencias para nuevos restaurantes.

Frente a este escenario las perspectivas de que las propias autoridades cubanas inicien un proceso de apertura son, a lo menos, dudosas. Sin Fidel Castro vivo, Raúl podría seguir avanzando hacia la concreción de un sistema económico inspirado en el modelo chino o más específicamente en el vietnamita, dando más espacios a la iniciativa privada. Pero en el plano político no solo no se vislumbran señales de apertura, sino todo lo contrario. Raúl Castro ha anunciado que dejará la presidencia en 2018 y en primera línea para sucederlo aparece el actual vicepresidente Miguel Díaz Canel -lo que representaría el primer cambio generacional al mando de la isla en 60 años. Pero ello no implica que Castro deje el poder, ya que seguirá controlando el Ejército, actor decisivo en la vida política y económica, al tener bajo su cargo más del 60% de los sectores productivos.

La comunidad internacional debe jugar un papel clave en este nuevo proceso, aprovechando la coyuntura y el efecto simbólico de la muerte de Castro. El presidente electo de Estados Unidos ya advirtió que congelará el proceso de acercamiento si no hay cambios. Revertirlo, coinciden en Washington, es difícil, pero frenar sus avances es una estrategia que la Casa Blanca sí puede seguir, y podría desatar incluso presiones internas de una población cubana que veía con esperanzas la nueva era de las relaciones bilaterales. En ese camino, la región debe ser un actor decisivo, en especial considerando el giro político que se ha producido en los últimos años y el hecho de que el primer sostén económico de la isla, Venezuela, se encuentra atravesando la peor crisis económica de su historia. América Latina no puede ni debe seguir avalando un régimen anclado en un modelo fracasado.