En tres días cumplirá 89 años. Pero la mañana de este lunes 11 de septiembre, en que las barricadas todavía no arden en la ciudad, Humberto Maturana se ve igual que siempre. Hay algo que lo hace parecer ajeno al tiempo; quizás su forma de moverse, de entrar lentamente en la habitación, sentarse en una silla de madera y masticar cada palabra antes de arrojarla. Y esperar unos segundos cada vez, los necesarios para juzgar si hay vida inteligente del otro lado de la conversación. Su bufanda granate, enroscada como un animal sobre su cuello, su chaqueta verde y deslavada, su chaleco de lana y sus pantalones anchos; todo parece haber estado siempre junto a él, ser tan parte suya como sus años.

La habitación es una sala de visitas fría de un edificio en Providencia, y en ella lo acompaña Sebastián Gaggero, director ejecutivo de Matríztica. También aparece, por un momento, Ximena Dávila, su compañera de ruta durante las dos últimas décadas, con quien desarrolló las ideas sobre la "biología cultural" que copan su mente y sus días. Los últimos han sido agitados: el equipo acaba de regresar desde Brasil, donde asesoran a una multinacional, y en el camino comieron algo que los intoxicó a todos. La vida, ahora, se trata de eso: a través de Matríztica —un centro de estudios que llaman Laboratorio Humano—, asesoran a fundaciones, empresas e instituciones en Brasil, España, Costa Rica, Estados Unidos y Chile, en procesos que buscan llevar las relaciones laborales hacia una mayor colaboración, innovación social y ética.

En esos procesos, a Maturana le toca, sobre todo, dar charlas. Conjugar todo lo que ha aprendido sobre el ser humano —nuestras relaciones culturales, la forma en que lidiamos con el dolor, lo que nos hace honestos o deshonestos— para generar algún tipo de transformación en sus oyentes, que suelen ser grupos de gerentes o altos ejecutivos. Así le ha tocado observar las tensiones de un mundo que en los últimos años ha sido manchado, quizás más que nunca, por la sombra de la corrupción y la desconfianza.

También ha observado, con la perspectiva que le da haber vivido casi un siglo en Chile, cómo el país lentamente va cambiando. Aunque hay aspectos, como la pobreza, que resisten los años sin cambiar demasiado.

—¿Considera que Chile en algún momento fue un país mejor?

—No sé si puedo decir que fue mejor, pero para mí fue mejor. Yo crecí en un período en el que existía la educación pública, clara y fundamental, y la medicina social. Si hubiese nacido ahora, no habría podido estudiar, y no me habría podido tratar las enfermedades que tuve de niño. Entonces, crecí siendo acogido en la escuela pública, en la universidad, y eso lo lleva a uno a sentir que uno pertenece a ese país; que ese país es de uno, porque lo acoge.

—¿Si naciera hoy, cuál sería su futuro?

—No tendría la situación económica necesaria para estudiar, ni para tratarme por la tuberculosis. En las condiciones en que yo nací, hoy sería mucho más difícil. Y hay otras cosas que cambian: yo crecí pensando que iba a ser ciudadano, y que tenía una responsabilidad con eso. Pero el mundo ha cambiado, los jóvenes crecen de otra manera, el mundo cultural es diferente. Pero los problemas fundamentales, que tienen que ver con la pobreza, siguen ahí.

—Usted ha dicho que en Chile no vivimos en democracia.      

—¿Ahora? Bueno, si hay deshonestidad, no hay democracia. Si estamos atrapados en visiones ideológicas y no conversamos y reflexionamos, no hay democracia. La democracia requiere honestidad, mucho respeto, la posibilidad de conversar y resolver las dificultades desde la reflexión, en un propósito común.

—¿En Chile no hay nada de eso?

—No, porque funcionamos en términos de gobierno y de oposición. Y debiera ser colaboración, no oposición.

—Se habla mucho de una supuesta "crisis de confianza" por la que atravesaría el país. ¿Usted cree que nos falta confianza?

—No, creo que es una crisis de honestidad.

—¿De las instituciones?

—De todas partes. Cada vez que uno declara que tiene un cierto propósito, pero en realidad tiene otro, está siendo deshonesto. Si yo declaro que tengo una responsabilidad social por mi compromiso político, y al mismo tiempo participo en actos que niegan eso, estoy siendo deshonesto. Entonces si nos encontramos con que hay fraudes, corrupción, quiere decir que estamos siendo deshonestos, y por lo tanto no estamos viviendo en una democracia. La democracia no es la elección, es la convivencia en el mutuo respeto, en la colaboración, en la honestidad, en la ética y la equidad social.

—Hay gente que cree, por situaciones como la evasión en el Transantiago, que los chilenos somos, en esencia, deshonestos. ¿Usted piensa eso?

—Yo no pienso que los chilenos seamos esencialmente deshonestos, pero pienso que estamos siendo deshonestos. Cuando tenía como ocho años, existían los buses en donde uno depositaba la moneda en una caja. Yo tenía que depositar veinte centavos, y deposité diez. Yo sabía que estaba haciendo trampa, y el chofer me dijo: "Usted no depositó los veinte centavos". Y yo dije: "Sí los deposité". Entonces una señora me dijo: "No te preocupes, yo te pongo los otros diez". Y tuve una vergüenza gigante. Desde ese momento no me gustó hacer eso.

—¿Vergüenza de qué?

—De haber hecho trampa. ¿Se da cuenta de lo importante que es la vergüenza?

—¿Hoy nos falta esa vergüenza a un nivel sistémico?

—Nos falta esa vergüenza. Nos falta la conciencia de que estamos haciendo algo que en el fondo no queremos, pero lo hacemos porque tenemos una teoría con la cual lo justificamos: la lucha política, intereses superiores, el dinero que tengo que ganar. Qué sé yo, hay tantas cosas que nos guían.

—¿Esa deshonestidad se ha acentuado o siempre estuvo allí?

—No lo sé. Pero después del golpe militar, entre las cosas que se perdieron, se perdió la noción de dignidad, de pertenencia cívica a una comunidad. Porque los niños no crecieron en tiempos en los cuales eso fuera lo importante.