Algo hay en el cine chileno del último medio siglo, al menos, que hace incierta la necesidad de los etiquetados convencionales. Morir un poco (1966), una de las cintas chilenas más vistas de los 60, no es un filme de ficción de los que por costumbre llamamos "películas", tampoco una no-ficción tradicional. Parecido ocurre con ¿Qué hacer? (1970), Descomedidos y chascones (1973) e Y las vacas vuelan (2003), cuyo director, Fernando Lavanderos, ya ha presentado públicamente Sin norte, uno de cuyos personajes lleva un I-Pad con el que registra lugares y objetos que se transforman en un filme dentro de otro.

Para no pocos documentalistas, en Chile y el mundo, lo que hay son películas a secas, cada cual corriendo sus propios cercos y agitando sus propias emociones. Uno de ellos es José Luis Torres Leiva, que ha transitado por las dos "veredas" y cuya última realización, aplaudida ya en Rotterdam, Bafici y San Sebastián, tiende a poner un pie en cada una. No dice de sí misma que es un documental. Tampoco que sea una "docuficción".

El viento sabe que vuelvo a casa arranca con la imagen del interior de un auto conducido por el documentalista Ignacio Agüero, quien espera subir a un ferry que lo cruce de la isla grande de Chiloé a la isla de Achao, para desplazarse luego a la de Meulín. En la espera, le ofrece transporte a una joven castreña que no lo tiene. El espectador no sabrá en ese momento ni después, salvo si lee esta nota, que la muchacha es una actriz. Sin embargo, con ese y otros elementos ficcionales incluidos, la cinta será en noviembre una nueva adición del ciclo Miradoc, que desde 2013 viene estrenando documentales en salas a lo largo del país (sin mencionar los que cuelga en la red gracias a un convenio con el portal ojocorto.com).

"Todo es cancha" sería la moraleja de esta historia, de no ser porque el variado campo del documental chileno no puede ni debe despacharse en tres palabras. Menos cuando algunos de los filmes más estimulantes del cine chileno actual (de El otro día a Crónica de un comité, de El gran circo pobre de Timoteo a 74 m2 y Los rockers) nos revelan que este género vive años de esplendor. Por los premios que gana, pero también por los descubrimientos que efectúa.

Distinciones varias

En cuanto a reconocimientos, los hitos para recordar se vienen acumulando. Ahí estuvo el galardón a Mejor Guión para Patricio Guzmán en la Berlinale 2015 por El botón de nácar. También, tres meses despúes, el Ojo de Oro a la no ficción en Cannes, que en su primera entrega recayó en Marcia Tambutti por Allende, mi abuelo Allende. Eso, sin mencionar lo simbólico que resulta la nominación a Mejor Película Iberoamericana en los Goya de La once, de Maite Alberdi, por lo demás finalista: era primera vez que Chile candidateaba un documental.

Y el 2016 tiene también lo suyo. La propia Alberdi acaba de ser postulada a los premios de la Academia del Cine Europeo por Yo no soy de aquí, cautivador corto que codirigió con la lituana Giedre Zickyte y que ganó notoriedad en septiembre, tras ser colgado en la sección de Opinión de The New York Times. Otro tanto ocurrió con el mencionado Ignacio Agüero, quien obtuvo en julio el Gran Premio del FID Marsella con Como me da la gana 2. Hace más de 30 años el director interrumpió los rodajes de sus colegas para preguntarles sobre el sentido de su oficio en el contexto dictatorial (Como me da la gana, 1985). En esta "continuación" pregunta a las nuevas generaciones de realizadores sobre lo específicamente cinematográfico de su trabajo.

La distinción marsellesa es "un gran triunfo para el cine chileno", afirma Raúl Camargo. El director del Festival de Cine de Valdivia, cuya edición 2016 estrenará localmente Como me da la gana 2, destaca el buen pie del documental en el circuito y plantea que "los realizadores de las nuevas generaciones tienen muy incorporado el híbrido ficción/documental y también las zonas más experimentales, ampliando los horizontes del documental clásico".

Eso sí, cree Camargo, "falta asumir cabalmente el estatus ficcional de muchas producciones documentales. Asumir que el cine nació sin divisiones y que, por ende, en la experimentación está su riqueza". Otro tanto señala el propio Agüero: "Ya sabemos que las películas de ficción son documentales de cómo actúan los actores sin necesidad del making-of, y que las películas de no ficción ficcionan su ser de no ficción". A su vez, la directora de El gran circo pobre de Timoteo, Lorena Giachino, formula un deseo: "Ojalá las posibilidades de mezcolanzas de lenguajes y de lo que entendemos por realidad no tengan límites nunca".

Otra cosa es cómo hacer para que este material llegue a verse. "Hay todavía un maltrato por el documental que tiene que ver con su difusión. No es posible que se diga que las películas chilenas no conectan con el público chileno, si es que éste no tiene antes la posibilidad de saber que esas películas existen", plantea Giachino, que a punta de crowdfunding está levantando su cuarto largometraje: La directiva. En este punto, cabe volver a la iniciativa Miradoc, programa de distribución gestionado por la Corporación Cultural de Documentalistas (ChileDoc) y que cuenta hoy con 17 salas en 23 ciudades, de Arica a Coyhaique. Una iniciativa que estrena un documental por mes -durante 10 meses este año- y que, tras cortar casi 50 mil boletos en 2015, parece cuestionar la necesidad de las "grandes salas" para el género.

En palabras de la directora de ChileDoc, la realizadora y productora Paola Castillo (74 m2, con Tiziana Panizza), Miradoc "ha permitido posicionar al documental chileno como una obra cinematográfica atractiva, de calidad y una alternativa real de entretenimiento".

Ahora, si es por pensar en títulos llamativos de la presente temporada -en general-, pues habría que volver a los documentales, por la variedad y por el arrojo de las propuestas. Entre lo que acaba de pasar por cartelera, por ejemplo, es posible dar con una singular "comedia de no ficción" (El soltero de la familia) en paralelo al debut documental de la animadora Vivienne Barry, quien reconstruye la increíble travesía asiática de su padre, el periodista Claudio Barry, en Atrapados en Japón, ganador nacional del Festival de Valdivia 2015.

Hoy, en tanto, desembarca Alas de mar, cinta de Hans Mülchi sobre la etnia kawésqar que no puede sino complementar -y dialogar con- su anterior largometraje (Calafate, zoológicos humanos, 2010). Y no falta mucho para que asome El rastreador de estatuas, de Jerónimo Rodríguez, sobre un cineasta que reconoce en una película a un neurólogo portugués que le remite a una estatua de otro neurólogo que quizá vio de niño en una plaza de Santiago. Nómade, lúdica y modesta, la película contó entre sus asesores a Agüero y a Torres Leiva. Acaso una forma de sugerir que esto no para.