–No saben lo afortunados que son…

Es lo primero que dice un emocionado y sonriente hombre de cerca de 30 años que lleva pelo corto y anteojos oscuros y tiene la piel tostada.

–Subirse al Rainbow Warrior III es el sueño de cualquier voluntario y ustedes pasarán una noche aquí. Qué envidia.

Así recibe a los visitantes Andrés Altamirano, voluntario de Greenpeace, quien viene a bordo del barco desde que este salió de Panamá, y trabaja como marino de cubierta. "Esto para mí es un sueño cumplido mucho antes de lo que esperaba. Yo siempre quise hacer un tour completo en un barco de Greenpeace, pero pensaba que lo iba a lograr en 15 o 20 años más. Todavía me cuesta creer que está pasando", cuenta. Él, junto a una treintena de hombres y mujeres de entre 17 y 30 años están en el puerto de Coquimbo y son los anfitriones locales de un "open boat", una visita guiada por el icónico barco de Greenpeace, el Rainbow Warrior III, a la que llegan en promedio 10 mil personas en un fin de semana para realizar un recorrido por la embarcación que dura cerca de media hora y que termina cuando una de las voluntarias del barco pide que griten junto a ella que hay que salvar nuestros recursos naturales.

El objetivo de esa iniciativa es mostrar lo que hacen, sumar nuevos socios y difundir la causa de la ONG ambientalista que estos días promueve la campaña "Defendamos los mares del fin del mundo", es decir, los nuestros, y denuncia la posibilidad de que salmoneras se instalen en la Región de Magallanes, lo que de acuerdo a la organización, podría provocar una crisis como la que hubo el año pasado en Chiloé. "Queremos solicitarles a estas empresas, con el apoyo de más de 100 mil personas que se han sumado, que renuncien a las concesiones que han solicitado en Magallanes", explica Matías Asún, director de Greenpeace Chile.

Para eso, desde el 22 de febrero el barco -cuando llegó a aguas chilenas- estuvo haciendo diferentes "open boats" en territorio chileno, partiendo por Coquimbo y visitando Valparaíso, Ancud, Puerto Natales y, recientemente, Punta Arenas, la última parada antes de partir hoy hacia Puerto Madryn en Argentina.

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La leyenda dice que una mujer anciana llamada Ojos de Fuego anunció que llegará el día en que los pájaros caerán del cielo, los animales de los bosques morirán, el mar se ennegrecerá y los ríos correrán envenenados. En ese momento, hombres de todas las razas y pueblos se unirán como Guerreros del Arcoíris (Rainbow Warriors) para luchar contra la destrucción de la Tierra. La profecía, que se le atribuye a la tribu Cree de Norteamérica, le dio nombre al barco icónico de Greenpeace, que desde 1978 surcó los mares movilizando manifestaciones y protestas, hasta que en 1985, el Servicio Secreto francés lo hundió para impedir sus actividades en contra de las pruebas nucleares de Francia en el Atolón de Mururoa, en el sur del Pacífico. Dos agentes detonaron bombas y en las explosiones murió el fotógrafo y activista Fernando Pereira.

RWIII COQUIMBO

Eventualmente, el gobierno francés -presidido en ese entonces por François Mitterrand- tuvo que admitir el hecho, pedir disculpas públicas e indemnizar a la organización, que tras el desastre despertó gran simpatía internacional. Con el dinero, Greenpeace compró una embarcación a la que bautizó Rainbow Warrior II, la que utilizó hasta 2011, cuando fue donada como hospital flotante. Su sucesor, el tercero en la línea, es el que llegó en febrero a Chile, y es la primera nave que la organización compra nueva, lo que le permitió hacerlo mucho más acorde a sus necesidades, como reducir su huella de carbono.

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El Rainbow Warrior bien podría ser un panel de la ONU, o un hostal en Torres del Paine por la cantidad de nacionalidades que congrega. Entre los 20 tripulantes –en su mayoría hombres- hay de 13 países. "Acá tienes que aprender a vivir con personas con otras culturas, que comen otras cosas. Y todos tenemos que acomodarnos a la vida del barco", cuenta Altamirano.

El que manda es Pep Barbal, un catalán curtido por el sol y la sal. Desde los años 90 que está arriba de un barco, en 2004 pasó a ser parte de la organización hasta llegar al codiciado puesto de capitán del 'Warrior'. Se parece al personaje de Bill Murray en la película La vida acuática con Steve Zissou: delgado, barba cuidada, escueto. Hombre de pocas palabras pero amable, consoló a los periodistas invitados a acompañarlos durante dos días de navegación, varios de los cuales se sintieron mal: "Hay que tener un poco de paciencia. El primer día que la gente sube se suelen marear incluso si hay total calma. Si hubiese un temporal, ya veríamos lo que pasaría aquí. Comer manzanas va bien, la leche es malísima, pero no he visto una solución perfecta que vaya para todo el mundo".

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Andrés Altamirano, marino y voluntario de la organización.[/caption]

El resto de la tripulación es parecida a su líder: amable y silenciosa. Muy abierta para responder las preguntas sobre el barco y sus labores a bordo, más reacios a hablar de cualquier cosa que vaya más allá. "La mayoría de los oficiales entran por su carrera. Igual por amor al medioambiente, pero la mayoría son un poco más tímidos", dice Altamirano.

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El barco tiene bandera holandesa. Ese pequeño suelo flotante de los países bajos tiene una altura de 55 metros, mide 58 de largo por 11 de ancho, pesa casi 900 toneladas y cuenta con tres niveles. En el piso superior están el puente de mando y la sala de comunicaciones, además de un pequeño salón de reuniones donde se planifican las actividades en cada puerto. Allí es donde deciden qué harán en cada "open boat" o qué tipo de manifestaciones realizarán si se encuentran en el camino con algún evento de impacto ambiental. Ahí, por ejemplo, se organizó la reunión que tuvieron con el popular youtuber y –ahora– músico Germán Garmendia, quien se contactó con ellos para apoyar su causa en Ancud.

La cubierta es el piso medio, allí están el salón de radio –y el área con WiFi-, la cocina, el comedor y la sala común, que posee una pequeña biblioteca y un televisor con reproductor de DVD, y películas como Mandela, The tree of life y la primera de Iron Man.

En el Rainbow Warrior III todo se recicla y tratan de generar la menor cantidad de basura, por lo que no usan ni servilletas. Por supuesto evitan las marcas que Greenpeace considera que no cuidan el medioambiente. Los desechos se ponen en contenedores y en tierra se envían a puntos de reciclaje y los baños no se limpian con cloro, lo que interferiría con las bacterias que se ocupan de reciclar el agua, sino que con vinagre blanco. "Intentamos seguir los principios de Greenpeace al máximo, siempre que sea posible", explica el capitán.

Las rutinas también son estrictas. La vida comienza a las seis de la mañana, hora en que se asea la cubierta. A las siete, el que tuvo turno nocturno pasa por los camarotes despertando a los que van quedando, porque la gran mayoría ya está en pie, con una taza de café en la mano, mirando cómo el sol se asoma en el horizonte.

De siete a ocho de la mañana hay desayuno y tras eso viene el momento de limpiar los espacios comunes, una tarea en la que todos, incluidos los invitados, tienen que colaborar. "Este barco no es un hotel", aclaró apenas subimos el capitán.

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Daniel Bravo, chef de la nave.[/caption]

Mientras unos limpian pasamanos, o trapean pisos, a mí me mandan a la cocina a lavar platos y ayudar con el almuerzo que se sirve al mediodía. El dueño y señor de los hornos es Daniel Bravo, un mexicano que bien podría ser el hermano menor de Gael García Bernal. Empezó como voluntario y lleva casi 15 años en la organización, y para ello explica que dejó muy buenas alternativas de trabajo. "He cocinado para el ex presidente de México, para un multimillonario en la costa sur de Francia, pero no, no quiero seguir en eso. Sería pertenecer a la misma industria que de alguna manera daña al medioambiente", dice y agrega: "Aquí estamos trascendiendo, estamos haciendo algo que se va a quedar ahí para siempre y no hay muchos más haciéndolo". Cada vez que uno conversa con un tripulante, y escucha este tipo de discursos, es ineludible sentir algo de culpa por no ser parte de la organización.

Los camarotes, ubicados en la parte inferior del barco, son más grandes de lo esperado. Están diseñados para dos personas e incluyen un pequeño lavamanos y una ducha, además de una mesa empotrada a la pared que sirve como escritorio. Salvo por libros o postales de puertos no se ven muchos objetos personales, sencillamente porque no hay tiempo para apropiarse del espacio: los tripulantes fijos pasan tres meses a bordo, desembarcan tres y vuelven. "Estoy en casa y al poco tiempo mi cuerpo ya necesita ir al mar. No es que no quiera estar con mi familia", comenta el panameño Adrián Arauz, segundo oficial a bordo y encargado de monitorear la ruta, "pero cuando estoy en el barco, con mis compañeros realizamos una labor que es un poco más altruista, que es mucho más que un trabajo. Es también dar algo más a la humanidad".

Ahí aparece, nuevamente, la culpa.

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Entre la una y cinco de la tarde todo es trabajo. Después de eso, y por una hora, la tripulación hace deporte: en la popa, en el sector del helipuerto, se practica crossfit y en la proa, yoga, tras lo cual todos llegan con hambre a comer a las seis, momento en el que el chef saca sus mejores platos. Hay sobremesa, hay conversación, risas. Pero a las siete el comedor vuelve a estar vacío, limpio, intacto.

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Al final de la jornada, varios salen a cubierta a mirar la puesta de sol y sacan cervezas y botellas de vino, costeadas por la tripulación, las que se deben pagar cada vez que uno llegue a puerto. También aparecen cigarrillos de tabaco armados con paciencia y conversaciones más largas, las que suelen seguir hasta que los focos del barco iluminan a la gente.

A la mañana siguiente, aparece Valparaíso en el horizonte, donde otro grupo de voluntarios espera para subirse al mítico barco y seguir propagando su pasión por salvar los mares del fin del mundo.