LA PROMESA de gratuidad universal para los estudiantes de educación superior fue uno de los ejes de la campaña presidencial que marcó la vuelta a La Moneda de Michelle Bachelet. El hecho de que este tema aún sea parte del debate de cara a las elecciones presidenciales de noviembre próximo demuestra que esta política no dejó satisfecho a nadie. Pese a ello, el gobierno, a través del presupuesto para el año 2018, ampliará la cobertura de la gratuidad a los alumnos pertenecientes a las familias del sexto decil -actualmente abarca al 50% de la población de menores ingresos-, otra vez recurriendo al discutible mecanismo de la glosa presupuestaria. Este incremento de cobertura costará, según estimaciones del Ministerio de Hacienda, alrededor de US$ 327 millones adicionales al año. Para poner dicha cifra en perspectiva, ello equivale al 78% del presupuesto aprobado este año para el Sename.

Es lamentable que a pesar de las fundadas advertencias realizadas por variadas voces autorizadas, se insista en una política injusta, innecesaria y que puede tener un profundo impacto en el desarrollo del sistema de educación superior. Su falta de equidad deriva del hecho de que beneficia a quienes lograron ingresar a la educación superior -el segmento más privilegiado de los estudiantes- a costa de los impuestos que pagan todos los chilenos, incluidos aquellos que, por distintos motivos, no lograron terminar su educación básica y media. Además, entre quienes ingresan a la educación superior, se privilegia a quienes asisten a instituciones más selectivas, donde los alumnos provenientes de familias más vulnerables están subrepresentados, muchas veces por la mala formación que recibieron en su educación escolar. Es injusta también porque no toma en consideración los numerosos otros problemas -salud, delincuencia, pensiones- que afectan a los más pobres del país y que requieren de atención y recursos del Estado.

La gratuidad es innecesaria ya que un sistema de créditos bien diseñado evitaría que los estudiantes tuvieran que desembolsar recursos durante sus estudios y luego, con los mayores ingresos que generarán una vez egresados, salden los préstamos que recibieron der parte del Estado.

Finalmente, el déficit financiero generado en las universidades adscritas al sistema de gratuidad refleja el riesgo que corren los proyectos educativos. Ello por diferentes razones. En primer lugar, debido a que el Estado no es capaz de cubrir efectivamente los costos que significa administrar una universidad, especialmente las más complejas. Segundo, aun si el fisco dispusiera de esos cuantiosos recursos, el riesgo para la autonomía de las instituciones es alto y significa pasar de un esquema donde son los estudiantes los que definen qué instituciones son las más valiosas de acuerdo a sus preferencias, a otro donde el Estado define centralizadamente qué planteles reciben más recursos. Ambas razones hacen desaconsejable seguir este camino incluso si se contara con los recursos para llevarla a cabo.

Este conjunto de razones haría recomendable no seguir avanzando en una política regresiva que demandará crecientes recursos del Estado, postergando otras necesidades urgentes. El país debe seguir con atención las propuestas que al respecto formulen las distintas candidaturas, las que de insistir en la gratuidad deben explicitar con detalle sus costos y las fuentes de financiamiento.