A Nona Fernández la ciudad la sedujo dos veces. La más reciente fue de adolescente, cuando ya se perdía por barrios ajenos, caminando a casa desde el liceo de monjas en plena Avenida Matta donde estudió, en el trayecto a una marcha estudiantil o en sus años en el Campus Oriente de la Universidad Católica. De ahí su escritura retrovisora: Mapocho (2002), Av. 10 de julio Huamachuco (2007), Fuenzalida (2012) y Space Invaders (2013) no son sino un desborde de la memoria. Lo mismo El Taller y Liceo de Niñas, la obra suya y donde además actúa en el Teatro UC, dirigida por su pareja, Marcelo Leonart. En todas, la autora de 44 años expone sus recuerdos como nítidas fotografías de un país a oscuras. También las de un régimen tiritón ante una generación, la suya, abriéndose paso en el Santiago ochentero.

La primera vez fue mucho antes, cuando otros le hablaron de la ciudad. Fernández era solo una niña, con delantal cuadrillé, calcetas arriba y moño tirón, dispuesta a oírlo todo. Caminando a saltitos de la mano de su abuela materna, Blanca Gross, hija de un  obrero eléctrico alemán, supo que cuando ella tenía su edad, había presenciado el primer pestañeo de luces artificiales en la plaza de Armas de Santiago, en 1883. Pero cuando la nieta crece, comienza a escribir y decide convertir ese relato familiar en una crónica. Así asumió que su abuela le había mentido.

Blanca Gross había nacido recién 25 años después de ese día, en 1908. Con ese recuerdo falso incrustado a su historia familiar, a Nona Fernández no le quedó más alternativa que volver a cruzar la misma plaza de Armas con sus propios pies. El cruce entre sus recuerdos y los de otros forman un diminuto libro de poco más de cien páginas, al que tituló Chilean Electric, recién editado por Alquimia.

“Es una especie de genealogía personal de la luz. La historia de mi supuesto linaje ligado a la luz eléctrica de la ciudad a partir de mi bisabuelo. Pero es también la historia de una posta de registros”, dice Fernández. “Mi abuela, encerrada en su pieza oscura, me enseñó a fabular y a registrar historias del pasado. Me entregó su máquina de escribir, que guardo hasta el día de hoy, como herramienta de registro y de trabajo”, agrega.

Siempre ha visto en la ciudad una fuente de inspiración, ¿por qué?

Es una especie de obsesión para mí, y es que creo que las ciudades nos determinan, no sólo en nuestro accionar, sino que en todo. Nuestro estado anímico, nuestra memoria, nuestra historia, nuestro día a día es pauteado por ellas. Somos un poco la ciudad. Y ella es un poco nosotros. Desde Mapocho en adelante, a veces con mayor o menor protagonismo, Santiago es un escenario que habla mucho en mis libros.

Aquí se hace cargo de un recuerdo falso de su abuela. ¿Se puede reescribir la historia familiar y de un país a partir de eso? 

Originalmente quería escribir un libro de crónicas sobre Santiago. Historias personales vinculadas a la ciudad o de la ciudad vinculadas a historias personales. En ese ejercicio me pareció que la mejor crónica para entrar al libro era la escena que mi abuela me contaba con tanta pasión cuando yo era niña. Era un gran punto de partida, desde la oscuridad encender Santiago y el libro que ahí partiría. En el recorrido de esa escritura descubrí los desenfoques de la historia que me habían contado. Una historia que era más bien un recuerdo falso, y ahí el libro comenzó a tomar su propio camino. Un camino de luz y de sombras. De lo contado y no contado. De lo escrito y lo inventado. De la mentira y la verdad. De la ficción y del documental.