EL RECHAZO de ciertos apoderados a vacunar a sus hijas contra el virus del papiloma humano nuevamente abre un debate que el país vivió hace un par de años respecto a la seguridad de las vacunas y su rol en prevenir el contagio y propagación de enfermedades.

Su probada efectividad en erradicar graves males -como la poliomielitis o la rubeola- ha generado también ciertos efectos indeseados, como la pérdida del temor a contraer ciertas enfermedades; en ese contexto, es más sencillo oponerse a recibir vacunas sin dimensionar que justamente gracias a ellas los riesgos actualmente son muy bajos.

Lamentablemente, el temor injustificado a las vacunas puede tener efectos graves en la salud pública. La evidencia para otros países en este ámbito es clara. Luego de la errónea asociación que se hizo en Inglaterra a fines de los años '90 entre el autismo y algunas vacunas -relación luego ampliamente rechazada por la evidencia científica-, significó caídas drásticas en las tasas de inmunización en dicho país, lo que se tradujo posteriormente en brotes de sarampión que no se veían hace décadas. El año pasado se vivió un fenómeno similar en Chile, pues el brote de sarampión fue atribuido por diversos especialistas a la "moda" de no vacunarse.

Para el efectivo combate de enfermedades contagiosas es indispensable que una amplia mayoría de la población reciba vacunas. Es posible que ciertas familias por razones muy particulares y justificadas se opongan a ellas; sin embargo, es deber del Estado asegurar la adecuada implementación del programa de vacunación debido a los beneficios sociales que genera. Asimismo, los parlamentarios deben ser responsables en su actuar para permitir que un elemento clave de la salud pública, como es el Programa Nacional de Inmunizaciones, pueda ser implementado exitosamente.